Feria de Málaga

El primer cortejo al sol

  • Un año más, el estreno de la Feria en el centro estuvo marcado por un intenso calor a juego con los ánimos del gentío · No faltaron los clásicos: charangas, camisetas de grupo y carritos con provisiones

Por Feria la vida se simplifica. Las necesidades básicas caben en un vaso de Cartojal, se airean con un abanico de cartón y se satisfacen con un plato de jamón en papel estraza. La rutina se llama fiesta y da igual que sean las dos de la tarde, las cuatro o las seis. Se acabó la siesta, la playa puede esperar y los problemas, como el coche, mejor aparcados. Ayer, el centro de Málaga abrió sus calles a la primera de nueve maratonianas jornadas para compartir calor, brindis al sol y, sobre todo, espíritu festivo. Tras cumplir con la tradición, el enganche de caballos y la romería del abanderado (impagable esa estampa de Javier Ojeda departiendo con el alcalde en coche de caballos por calle Carretería) se hicieron a un lado para dejar paso a los verdaderos protagonistas. Vecinos y foráneos. Todos a una se apelotonaban por los epicentros de la jarana: Echegaray, Granada, Larios y Plaza de la Constitución.

Como bien dice Manuel Bandera, en la Feria caben todos y no sobra nadie. Las familias ataviadas de corto ellos, de flamenca ellas y, de no se sabe muy bien qué, sus vástagos adolescentes encuentran un hueco a la sombra de los toldos, bajo los pulverizadores de aire fresco o entre camisetas uniformadas. Porque puestos a pasar desapercibidos vasta tirar de los clásicos, esos que, cada año por estas fechas plasman su sentido del humor en un ¿discreto? uniforme con el que provocar al de al lado.

A las 15:00 una treintena de amigos con camisetas de color rosa montaban lo suyo frente al Piyayo parapetados bajo el lema Éntrame tú, que a mi me da palo. Vienen de Madrid, se juntaron por primera vez hace tres años en los Carnavales de Cádiz, vieron que la cosa funcionaba y en Málaga encontraron su sede. Habían quedado a las 11:30 para llegar en autobús y en coche con la comida y la bebida a cuestas. A saber, bocadillos de chorizo, tortilla, vino dulce, cervezas y el cajón para marcar el ritmo. “Hoy hasta que aguantemos, mañana nos hemos dado el día libre”, detallaba María, una de las anfitrionas de Tribu on Tour (su grito de guerra) entre bocado y bocado.

El pulso de la Feria lo marcan los grupos, y a pocos metros la escena se repetía. Entre descamisado y despechugada (también las hay) otra panda de camiseteros, esta vez de rojo y con una nueva provocación estampada: Superbebientes por delante y F.B.I (no se confundan, son Federación de Borrachos Independientes) detrás. “Con el dinero que nos sobra de las camisetas quedamos para comer el miércoles en la plaza del Anchoíta”, resumía una de sus artífices.

La inercia es otro de los motores que mueve la Feria. Si uno se cansa de evitar empujones, sudores y cánticos, lo mejor es dejarse arrastrar. Los pasos le llevarán, sin apenas esfuerzo, por debajo de la pelota hinchable que rueda entre las cabezas del gentío –a la altura de Galerías Goya– como si de un sólo equipo de voley se tratara. Opuede que intente llevarle, sin éxito, a comer algo a ultramarinos Zoilo y las colas interminables le remitan directamente a La Merced.

Ole conducirá a la plaza de la Constitución, donde podrá poner a prueba la elasticidad de su anatomía. Porque en Feria no hay espacios imposibles, usted pasa por donde quiera. Ya sea entre carritos de supermercado con neveras portátiles y provisiones en papel albal, o entre un cochecito de bebé, una charanga entera y hasta por debajo de la axila de algún jugador de baloncesto. Son las fiestas grandes de la ciudad y se puede –y al parecer se debe– morir en el intento.

Por fortuna para algunos y para desgracia de otros, sobre las 17:00 alrededor de Larios las calles se suelen ir despejando y sus ocupantes buscan asilo bajo techo. Los bares del centro hacen su agosto y comienzan a servir tanques de mojitos, mientras la prole con niños se retira a descansar.

En progresión aritmética, conforme aumenta la cantidad de alcohol ingerido aumentan las ganas de cortejar a la niña de al lado, o a la que te viene soportando desde casa los nervios del primer día de Feria. Por sevillanas, rumbas o desafinando algún estribillo ellos y ellas continúan la velada, acercando posturas y bailando como pueden. Cuando caiga la tarde alguno de los dos obedecerá la orden de aquella camiseta: Éntrame tú, que a mi me da palo.

Ayer fue también sábado ,y además festivo en toda España, por lo que la segunda o tercera –uno pierde la cuenta– Operación Salida se dejó notar también en el paisanaje de la ciudad. Unos intentaban llegar al hotel arrastrando enormes maletas, otros se paseaban alrededor de la plaza de toros y, los más despistados, se lanzaban a las calles en busca de algo de ambiente desde las once de la mañana. Puede que fuera su primera vez y que nadie les advirtiera de que, tras una larga noche de fuegos, Málaga no despierta sus farolillos y banderillas hasta bien entrado el mediodía. A lo mejor intentaran (ilusos) disfrutar de unos apacibles días en la ciudad entre visitas a La Catedral, La Alcazaba y el Museo Picasso, y, encima, comer bien en alguna taberna del centro. Los planes se irían al traste en cuestión se segundos.

Porque del 15 al 23 de agosto Málaga es sólo un tipo de ciudad, la que bebe y come a deshora, y la que muere bailando en la calle. Hoy más de lo mismo.

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