Opinión

Así se baila la Yenka (Judicial)

  • Carlos Fidalgo Gallardo es profesor universitario y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y legislación, además de socio-director en el despacho Moreana Abogados

Carlos Fidalgo

Carlos Fidalgo / José Ángel García

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante y atrás, un, dos, tres... El esperpento jurisprudencial al que estamos asistiendo con ocasión de las sentencias sobre gastos hipotecarios se asimila más al despreocupado jolgorio que transmite la canción de la Yenka (yo la conocí de niño por la versión de Enrique y Ana, pero en Internet he descubierto que era más antigua) que al ordenado y ordinario funcionamiento que, en garantía de la seguridad jurídica, cabe esperar de los Tribunales de Justicia en un Estado que se quiere llamar de Derecho.

La cuestión es bien conocida... o no tanto, porque los vaivenes legales y jurisprudenciales de los últimos años han sido tan acusados que incluso los profesionales del Derecho -no digamos los ciudadanos de a pie- tenemos dificultad para saber a qué atenernos en materias que son esenciales para determinar el preciso contenido y alcance de nuestros derechos y obligaciones. Son muchas las cuestiones abiertas en materia de Derecho Bancario y relaciones de los consumidores con las entidades financieras. Pero la diatriba jurisprudencial que se ha producido en relación con quién debe pagar el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados con ocasión de la firma de un préstamo hipotecario ha alcanzado dimensiones de abierta crisis institucional.

La cuestión tiene sus orígenes, por fijar un punto más o menos reconocible y relevante, en el año 1993. En esa fecha el Consejo de la UE (por entonces Comunidad Europea) adopta la Directiva 93/13/CE sobre Cláusulas Abusivas en Contratos Celebrados con Consumidores. La Directiva tuvo como efecto entre otras cosas la promulgación en España de normas como la Ley de Condiciones Generales de la Contratación de 1998, o las sucesivas reformas de la normativa de protección de consumidores y usuarios (hoy recogida principalmente en un Texto Refundido de 2007). Leyes todas que, sin mucha exageración, puede decirse que languidecieron durante años, prácticamente ignoradas o como mínimo constreñidas en su aplicación a cuestiones menores y ámbitos más o menos secundarios.

La crisis económica, sin embargo, provocó un radical cuestionamiento de los modos y maneras que las entidades financieras habían adoptado hacia sus clientes, especialmente los particulares, en los años de euforia crediticia que acabaron en el conocido crack de 2008. Y ese cuestionamiento se produjo con base precisamente en la normativa de consumidores. Las sentencias 241/2013 de 9 de mayo del Tribunal Supremo en materia de cláusulas suelo, y un par de meses antes la de 14 de marzo de 2013 del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en materia de ejecuciones hipotecarias, iniciaron un proceso de reformas en materia bancaria que ha cambiado totalmente el modo en que hoy entendemos las relaciones entre clientes y entidades financieras.

En ese repensado de la contratación bancaria, llegó el momento de someter a escrutinio judicial la distribución, entre banco y cliente, de los gastos e impuestos generados con ocasión de la firma de préstamos hipotecarios. Ante la falta de claridad de la normativa específicamente aplicable, desde siempre los bancos habían optado, sin excepción, por hacer recaer sobre el cliente la práctica totalidad de esos gastos (Notaría, Registro, Gestoría, y por supuesto Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, la partida más relevante). Lo hacían mediante cláusulas tipo que se presentaban a la firma del cliente incorporadas a la escritura notarial, sin posibilidad alguna de negociación. La cuestión jurídica que se planteó, entonces, fue si esa distribución se podía considerar equilibrada con arreglo a la normativa de protección de los consumidores.

En el año 2015 el Tribunal Supremo dictó una primera sentencia (la 705/2015 de 23 de diciembre) que, sin especiales matices, decretó que esas cláusulas de gastos generaban un desequilibrio en perjuicio del consumidor que debía considerarse proscrito por la normativa europea. Canten conmigo: Izquierda, izquierda. De ese desequilibrio surgiría el derecho del cliente a reclamar del banco la restitución de todos esos gastos: tanto los de Notaría y Registro, de pequeño importe, como también el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, que de media puede ascender a 3.000 € ó 4.000 € por hipoteca. Esa sentencia dio lugar a una primera marea de demandas individuales, que fueron corriendo distinta suerte en los Juzgados de Primera Instancia y Audiencias Provinciales: a la falta de matices del pronunciamiento del Supremo, siguieron las mil distinciones y casuísticas que los tribunales inferiores en rango fueron haciendo en cada caso. Notaría sí o no o sólo parte. Lo mismo respecto a los gastos de Registro o Gestoría.

¿Y el impuesto? Tres años después, la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo quiso acabar con la disparidad de criterios a nivel de Juzgados y Audiencias, y desdiciéndose de lo que había dicho en 2015 (vámonos: derecha, derecha...), decretó en dos sentencias de marzo de 2018 que, dado que según la normativa tributaria el sujeto pasivo del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados es el prestatario, no sería posible para los clientes reclamar a las entidades financieras estas cantidades, que estarían bien pagadas. Aparentemente, por tanto, la cuestión quedaba zanjada, y si alguna esperanza quedaba para los clientes bancarios, debía venir del Tribunal de Luxemburgo.

La cuestión es que, al tomar esta decisión, la Sala de lo Civil se basó en el criterio jurisprudencial que había seguido invariablemente durante las últimas dos décadas la Sala de lo Contencioso - Administrativo (la competente en última instancia para cuestiones tributarias). Pero ésta, sin que nadie lo hubiese previsto, dictó el pasado 16 de octubre su sentencia 1505/2018 en la cual, manifestando "no tener la menor duda de que el beneficiario de [la escritura de hipoteca] no es otro que el acreedor" (esto es, la entidad financiera), decretó que el sujeto pasivo en el impuesto sobre actos jurídicos documentados devengado con ocasión de la firma de préstamos hipotecarios debía considerarse el banco (que no pare la música: delante y detrás...). Lo cual, simple y llanamente, reabría las compuertas para la marea de reclamaciones de clientes solicitando la devolución de los miles de euros pagados por un tributo que resultaba, aparentemente ya sin vuelta atrás, que debía haberlo pagado el banco. Y ponía a los bancos ante la perspectiva de tener que reintegrar miles de millones de euros a sus clientes.

Lo último (¿penúltimo?), y absolutamente inesperado, ha sido el acuerdo adoptado por el Presidente de la Sala de lo Contencioso - Administrativo del Tribunal Supremo en fecha 19 de octubre, tres días después de la sentencia 1505/2018, que en una decisión sin precedentes, y a la vista de la enorme repercusión económica y social del tema, ha avocado a un Pleno de la Sala el conocimiento de la cuestión, para confirmar si se mantiene o no el cambio jurisprudencial. Esto es, para plantearse de nuevo, pero ahora con pretensiones de generalidad, por boca del Pleno y no de una Sección de la Sala de lo Contencioso, si el impuesto lo paga el banco o el cliente. Desautorizando de paso a los Magistrados que dictaron la sentencia anterior, y generando un caos interpretativo de dimensiones épicas.

Y ahora, todos juntos: un, dos, tres.

Canciones aparte, no es cosa de broma. Están en juego instituciones tan trascendentales como la adecuada definición del papel de cada uno de los poderes del Estado, el imperio de la ley, la seguridad jurídica, y la razonable predictibilidad de las decisiones judiciales. Pero tenemos a un Tribunal Supremo que parece desnortado y descoordinado, que adopta decisiones de una enorme transcendencia para luego desdecirse, sumiendo entre tanto en la perplejidad a propios y extraños.

Pues eso: así se baila la Yenka.

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