Tras las vacunas pertinentes, esta semana he comenzado a dar los primeros paseos con Estrella, la perra que adoptamos este verano en la Protectora. El animal hace honor a su condición de cachorro y nuestras travesías son todo un espectáculo: para Estrella, el barrio es un festival de olores, formas y estímulos a raudales, y ella no parece dispuesta a perderse ninguno mientras yo, armado de paciencia, con la botellita llena de agua y vinagre para seguir el consejo de nuestro alcalde, aprovecho para hacerme el peripatético mientras nos perdemos por la calle Amargura, o por el Compás de la Victoria, o por el Camino de Colmenar, hasta que damos la exploración por satisfecha y volvemos a casa. En uno de estos primeros rodeos al aire libre nos internamos en un uno de mis rincones favoritos de Málaga, los jardines de la Plaza de Alfonso XII, al lado de la iglesia de la Victoria. A primera hora de la mañana casi siempre están vacíos, surcados si acaso por otros paseantes de perros, casi siempre amables, o por abuelos que aprovechan el remanso para buscar un asueto cómodo y silencioso a la sombra de los árboles, sentados en los bancos. Fue aquí donde Estrella se quedó sorprendida por primera vez al ver una paloma levantar el vuelo cuando ella se había acercado demasiado, admirada seguramente de la existencia de seres con tal capacidad. Yo, sin embargo, me quedé mirando a una mujer que pasaba por allí de una manera un tanto extraña: lo mismo se quedaba quieta en cualquier baldosa porque sí que arrancaba a andar de manera frenética, un tanto a lo Chiquito, con pasos breves y multiplicados detenidos de pronto, como dubitativa en su marcha. Las facciones de su rostro y la composición de su espalda delataban que ya había cumplido cuanto menos los setenta; tenía el largo pelo rubio recogido en una cola, vestida con una larga blusa estampada y una falda que alcanzaba hasta sus tobillos. Su aspecto era impecable, pulcro y sin tacha. Me llamó la atención su piel, blanca como el mármol, y las abundantes manchas de color miel que la cubrían. Pero lo que me cautivó, al fin, fue su sonrisa: aquella mujer sonreía allí, quieta, sola, igual que si acabase de encontrar a alguien muy querido, tal vez como si se empeñara en caer simpática sin venir a cuento. Esa sonrisa inspirada tanta ternura como perturbación, tanta empatía como, quizá, desolación. Entonces, la mujer se dirigió a mí: até corto a Estrella para que no se lanzara a sus pies en busca de juego y la escuché hablar: “Es que van muy rápido y no se enteran de que yo ya tengo una edad, de que no puedo seguirles el ritmo. Ya no está una para correr tanto, pero ellos no me hacen caso cuando les digo que vayan más despacio”. De inmediato miré a mi alrededor por si hubiera alguien a quien ella se estuviera refiriendo (pensé en niños, en posibles nietos de esta mujer que hubieran salido con ella de paseo), pero no, no había nadie. Cuando volví a mirarla, la mujer seguía hablando, pero ya no se dirigía a mí. En realidad, antes tampoco lo había hecho, aunque a mí me lo hubiera parecido. Reanudó su peculiar paseo por el jardín y Estrella y yo hicimos lo propio hacia el Camino Nuevo. Eché un último vistazo y la mujer seguía con su sonrisa en ristre. La misma sonrisa que desde entonces no me quito de la cabeza.
Me acordé de Blue Jasmine, la película de Woody Allen. Imagino que todos tenemos motivos más o menos razonables para hablar solos por la calle (confieso que yo mismo me he sorprendido haciéndolo más de una vez), pero no podía dejar de preguntarme quiénes eran ellos, los que corrían tanto. Tal vez eran fruto de la imaginación de esta mujer, o alguien a quien echaba de menos. Y reparé en el modo en que nos relacionamos a diario con presencias que no están pero que sí nos pesan, o que de alguna forma despiertan en nosotros la necesidad de seguir hablando con ellas, aunque no haya nadie con quien hablar. Un poco como cuando, en El resplandor de Stanley Kubrick, el camarero que instruye a Jack Nicholson le dice que los de arriba empiezan a impacientarse. ¿Quiénes son los de arriba? ¿Quiénes son ellos, los que van tan deprisa? Cuidado, el quid aquí no es la locura, sino la soledad. Recuerdo que hace ya algunos años, cuando iba a Madrid o Barcelona, encontraba a gente hablando sola por la calle y me chocaba de alguna forma. Y ahora me la encuentro en esta Málaga cosmopolita, en estado creciente y con hechuras de gran capital. No me refiero a aquellos personajes de antaño tocados por la gracia que se liaban a hablar con el primero que les salía al paso, sino a estas criaturas desarraigadas, sin norte, en las que todo es soledad. Y quién sabe si no estamos pagando un precio demasiado alto por ir corriendo a convertirnos en esa ciudad próspera en las que no hay vecinos, en las que nadie se conoce ni se saluda, en las que todos son extraños para los demás. Decía Séneca que quien se siente tocado por la rueda de la Fortuna termina convertido en un imbécil. Y tal vez tenía razón.
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