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Calle Larios

Historias de ventanas

  • La tentación de otear en busca de las intimidades ajenas a través del cristal forma parte de la vida cotidiana de las ciudades. El otro, que vive o trabaja ahí, es un misterio. Como uno mismo

En su anonimato, la ventana es una frontera para las vidas desconocidas. Lo interesante sucede siempre al otro lado.

En su anonimato, la ventana es una frontera para las vidas desconocidas. Lo interesante sucede siempre al otro lado. / Málaga Hoy

MIENTRAS escribo estas líneas, he parado un minuto y me he asomado por una ventana de la redacción. Son las ocho de la tarde. Desde aquí puedo ver el edificio de enfrente. Hay algunas ventanas abiertas. Alguien está viendo porno en un televisor enorme. Desde mi ventana no alcanzo a ver a quien está sentado en el sofá, pero sí distingo con claridad a la voluptuosa mujer desnuda que en el plasma gigantesco practica una honda felación a un tipo cuyo rostro también permanece oculto. Llama la atención que el vecino, o la vecina, o ambos, haya tomado tan pocas precauciones dejando la ventana abierta en un piso de escasa altura, en pleno centro, rodeado de otros edificios (lo que los franceses llaman vis-à-vis). De pronto uno se siente cual James Stewart en La ventana indiscreta, aunque con todos los miembros enteros (por ahora), metiendo las narices en un acontecimiento de intimidad tan absoluta en la casa de alguien a quien no conozco. Apenas unos segundos después decido apartar la vista y dejar a quien sea que continúe con su inmoral festín. Pero qué tentación la de colarse en las moradas ajenas en busca de las historias que allí suceden: por más que la calle, especialmente en una ciudad como Málaga, tan dada a la querencia contrarreformista de no guardarse nada en absoluto, sea un continuo espectáculo de conductas humanas, siempre se tiene la sensación de que la función es incompleta, de que lo verdaderamente interesante sucede cuando cada cual vuelve a casa y cierra la puerta. Las ventanas son, en este sentido, una invitación a la imaginación, un estímulo para que el ojo se pierda hasta toparse con las fronteras infranqueables de la privacidad merecida. Las posibilidades reales de conocer la ciudad, el país y el mundo en que vivimos, sus hechuras, sus retos, sus carencias y sus dislates se esconden ahí, en lo que nadie comparte. Las estadísticas no son más que torpes espejismos y casi siempre fraudulentos respecto a la exactitud que nos proporciona la rutina, especialmente la más insípida, en sus manifestaciones no reveladas. En una reciente entrevista me contaba el escritor Antonio Soler lo mucho que le gustaba desde niño aquella escena de El diablo cojuelo de Vélez de Guevara en la que los tejados de Madrid se levantan de repente y todas las vidas hasta entonces ocultas en la ciudad quedan expuestas sin remedio. Pero, además de fronteras, las ventanas son pistas respecto a la esencia de aquellas vidas anónimas. Antes era más fácil: los balcones y las viejas cristaleras, con sus macetas, sus adornos y sus emblemas, constituían una manera de compartir la casa de dentro hacia fuera, como una invitación a los viandantes a sentirse parte de lo que sucedía en el interior, además de una contribución al adornamiento de la calle. Ahora es incluso difícil encontrar a alguien asomado a su ventana, si bien es cierto que la arquitectura ha ido progresivamente reduciendo estos huecos de luz hasta convertirlos en estrechuras donde ya no se puede ni arrimar la napia. Y no sé hasta qué punto la eliminación de las ventanas constituye un buen augurio.

Nada, nada como una ventana para amar el misterio

Sin embargo, me gusta caminar con la vista en alto, como un guiri despistado, en busca de ventanas que olfatear. A mi paso encuentro banderas, pancartas a favor de La Invisible, las extrañas esculturas de Lagunillas, lemas políticos, mensajes crípticos; pero también cortinas, algunas ya raídas, otras respetadas, como velos que garantizan la invisibilidad de los inquilinos. A veces se abre una rendija que permite advertir una estantería, un armario, tres literas metidas en un mismo cuarto, un póster de Iron Maiden, signos de un drama familiar, el vacío efímero de los apartamentos turísticos, el jaleo en los pisos de estudiantes. Recuerdo que en Nueva York las ventanas trenzaban un cosmos propio, multiplicadas por millones en aquellos gigantes de vidrio y metal, que disparaba la imaginación al prefigurar a tanta gente detrás, con sus secretos, sus sueños, sus éxitos y sus derrotas, tal y como contó Antonio Muñoz Molina en Ventanas de Manhattan. Tampoco olvido las ventanas azules de Sidi Bou Said, aquellas otras del barrio judío de Budapest que conservaban las cortinas amarillentas de la guerra con los impactos de bala todavía visibles en las fachadas, las que servían de aposento a los gatos en la medina de Tánger, las que despedían música de baile a todo volumen y a altas horas de la madrugada en la calle Istiklal de Estambul, los balcones agrietados del Barrio Alto en Lisboa, las abuelas vestidas de luto asomadas en la vieja Roma. Nada, nada como una ventana para amar el misterio.

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