Calle Larios

El corazón y las afueras

  • Con el ‘Black Friday’, las luces de Navidad y otros encantamientos, el discurso único queda reforzado, y cómo

  • Pero otras ciudades más sombrías afloran en un simple paseo cotidiano

El ‘Black Friday’ pone el escenario. Respecto a los personajes, nunca son lo que parecen.

El ‘Black Friday’ pone el escenario. Respecto a los personajes, nunca son lo que parecen. / Javier Albiñana (Málaga)

Salgo de la redacción, camino a casa. Son más o menos las 22:30. Es el jueves previo al Black Friday. En otras latitudes celebran Acción de Gracias, aquí todo el mundo se prepara para el gran pistoletazo de la ilusión navideña. En el prometido bosque luminoso de la calle Larios han estado haciendo pruebas durante toda la tarde y el sonido atronador con el que el Ayuntamiento celebra las fiestas se nos ha dado por anticipado. Con todo ya montado, y después de varios días de cordón policial para la seguridad de los viandantes, ya se puede caminar libremente bajo la instalación. Aunque el dispositivo está aún apagado, expectante, como dormido a la espera del definitivo despertar, hay varias decenas de personas haciéndole fotos. A los pies de uno de los árboles de cristal y metal hay un tipo de barba pelirroja que toca la guitarra y hace lo que puede con One de U2. Un galgo cervantino le hace compañía fingiendo que se queda dormido. La mayoría de las tiendas han cerrado, pero todavía a estas horas quedan algunas abiertas. De hecho, el Black Friday viene haciendo su negocio desde el lunes, por lo menos, si no antes. En la misma calle Larios me cruzo con gente que camina dando bandazos mientras acumula las bolsas con sus compras. Una joven pareja afroamericana se detiene delante del escaparate de una conocida firma de ropa interior y los dos empiezan a hacer bromas sobre sus usos. Van tan cargados de bolsas y cajas que no dan abasto. Parecen buscar un taxi, sin mucha orientación, pero lo están pasando bien y, en fin, ya llegarán a donde sea de alguna forma. Una muchacha de rasgos asiáticos, cubierta con un abrigo pardo que le llega a los pies y un aparatoso gorro de lana, hace fotos incansablemente a una amiga que posa haciendo posturitas ridículas en la Plaza de la Constitución. Enfilo por la calle Granada. Las terrazas están llenas. Hay un mimo en la Plaza del Carbón que representa su número sobre una base de jazz en pleno litigio con dos rumberos que van pasando la guitarra entre las mesas con la esperanza de que alguien deje unas monedas. Unos niños juegan en medio a algo parecido al pollito inglés. En Calderería, un hombre toca el saxo y anima el cotarro por Stan Getz, pero el ruido del ambiente casi lo ahoga. Bajan en sentido contrario cuatro tipos con pintas de jugadores de rugby, tal vez rusos, con camisetas y brazos tatuados. En éstas se cruza un cani en patinete a toda pastilla y tras él un compadre en bicicleta que intenta seguirle el ritmo. Los dos casi se empotran con los rusos, que reaccionan con la más absoluta indiferencia. Sigo por Casapalma y llego a Jerónimo Cuervo. Los comedores de pizza han ocupado la plaza y, como cada noche, las cajas se amontonan junto a las papeleras. En la puerta del Teatro Cervantes, un hombre con el pelo sucio apura su litro de cerveza observado inquisitorialmente por sus dos perros. Llego a Huerto del Conde. Dos chicas pasan a toda velocidad con sus patinetes. Un tercer vehículo languidece tumbado en la acera. Un joven se me acerca corriendo. Creo que quiere decirme algo. Pero me equivoco: se encarama a una tapia casi a mi lado y salta dentro de un solar. No es difícil adivinar lo que va a hacer allí.

Un joven se me acerca corriendo. Creo que quiere decirme algo. Pero me equivoco: se encarama a una tapia y salta dentro de un solar

Llego a Lagunillas. En el entorno de la plaza de Miguel de los Reyes, con su proverbial nocturnidad, se respira una calma chicha. Hay dos vecinas, ataviadas con sus batas, que conversan en voz baja al aire libre, a pesar del frío. Un poco más adelante el ambiente se anima con los pocos bares que hay abiertos. En la puerta de La Polivalente se arropa el gentío de costumbre que ha salido a fumar. Enfrente, en la Plaza Esperanza, un tipo alto como un vikingo ha dejado suelto a su perro y juega a tirarle un palo que le es siempre devuelto. En la otra acera, tras adolescentes subidos a sus bicicletas pero estratégicamente detenidos parecen tramar algo hasta que rompen formación y salen flechados al Altozano. El Jardín de los Monos es después un cúmulo de contrastes, entre los bares de aquí al lado, llenos a esta hora, y el silencio propia del sitio. Frente a la puerta de un banco hay un hombre de pie. Se cubre la cabeza con una gorra y lleva también una bicicleta que ha dejado junto al muro. Se sitúa entre dos coches aparcados y empieza a orinar. Cuando termina, toma la bicicleta y entra con ella en el área del cajero automático, donde le esperan un colchón y una sábana. La bicicleta cae por su propio peso, pero el hombre hace una extraña genuflexión antes de acostarse. En un contenedor cercano, otro hombre rebusca entre la basura. Apura el tiempo. Pronto vendrá el camión de la recogida. Sigo mi camino hasta casa.

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