Calle Larios

La entrada del colegio

  • Pocos momentos como éste dan cuenta de la diversidad de intenciones, ocupaciones y prioridades que nos interpelan

  • Y muchos menos los que se refieren, sin tapujos, a lo importante

En esta rutina diaria, cotidiana, exenta de sorpresas, está lo que verdaderamente importa.

En esta rutina diaria, cotidiana, exenta de sorpresas, está lo que verdaderamente importa. / Javier Albiñana (Málaga)

Es un momento fugaz. La rutina lo convierte en previsible, impregnado de una monotonía palpable que únicamente pueden romper la lluvia, un accidente indeseable o cualquier anomalía que escape del guión acostumbrado. Las caras que vemos son las mismas de siempre, una y otra vez, una mañana tras otra. O más o menos: en los diez minutos que dura el proceso, hay quien se esmera para resolverlo todo en los primeros compases y quien apura hasta las nueve en punto, con lo que el paisaje humano llega a ser diverso en un plazo tan breve. El atasco está asegurado: la raza de padres motorizados que tiene clarísimo el mandato de dejar a sus hijos en la mismísima puerta es soberana y bien extendida, así que hay que vérselas en una raqueta con más afluencia que la Castellana y con niños saliendo de todas partes en dirección al mismo objetivo. Luego están los que vienen a pie, que son la mayoría. A la hora de la entrada de los cursos de Primaria algunos niños de sexto vienen ya por su cuenta, en pequeños grupos, pero son más los que llegan aquí con sus padres. La variedad de rituales es bien amplia: hay besos, abrazos, regañinas, silencios, carcajadas, algunas resistencias todavía, especialmente entre los más chicos. Hay niños que susurran entre los labios los contenidos del examen que van a hacer dentro de un rato. Otros abren la mochila antes de entrar para comprobar si llevan los libros, los materiales, el desayuno o cualquier otra cosa. Las mochilas, por cierto, son enormes, pesadas, como una penitencia digna de Sísifo. A las dos de la tarde saldrán acalorados, con los abrigos trenzados a la cintura o empleados como paracaídas, pero ahora gobierna un frescor respetuoso, el de este invierno que cada vez parece menos un invierno. Así que todas las prendas están donde deben estar, según el orden impuesto hace apenas unos minutos, al salir de casa, y todavía, por poco, respetado.

Todo, absolutamente todo lo demás, queda supeditado a esto

A pesar de las múltiples conductas, la estampa que dejan los niños es homogénea, uniforme, signo de una armonía reconocible. Entre los padres, sin embargo, la composición humana es más compleja. Se adivina el gesto de quien, una vez han entrado los niños al colegio, ya no tiene nada que hacer hasta las dos. El de quien prefiere no volver a casa y barrunta dónde el pasar el tiempo mientras tanto. No falta la madre que deja a toda pastilla a su hijo frente a la puerta, con atuendos que delatan una actividad laboral de cara al público, y sale escopeteada ipso facto, de vuelta al coche, sin dejar de mirar el reloj. Tampoco falta el padre que deja a su hija en el colegio mientras mantiene una conversación a vida o muerte a través del móvil, tan temprano ya, a esta hora, mientras apenas dedica un gesto breve y rápido a su pequeña con la mano sin abrir, ya sabemos de qué va esto, cuando salgas del comedor vendrá alguien a por ti. Hay abuelas que han venido hasta aquí con el carrito de la compra, y de hecho el Dia les pilla enfrente y abre justo a esta hora, bien, dos pájaros de un tiro, todas las mañanas. Hay hombres que se meten en el bar de al lado a desayunar, o que despliegan el periódico con la parsimonia de un rabino. Hay madres con hiyab, un padre chino que trae a su hija en patinete y un frutero marroquí que lleva chanclas nieve, truene o hiele. Y luego está lo importante.

Porque a uno le da por pensar, aquí, todas las mañanas, en el futuro que aguarda a todas esas criaturas que han entrado a sus clases. En lo mucho que nos jugamos los padres, y los que no son padres, respecto a la posibilidad de que les vaya bien, de que tengan las oportunidades que merecen, de que el desarrollo tenga sitio para todos ellos. Más aún, estos pequeñajos tendrán que ser mejores que nosotros, los padres que los acompañamos cada día hasta la puerta del colegio. No hay otra: nuestro curriculum, maldita sea, quitada la trampa de la experiencia, ya no nos da ni para vender la rápida. A veces pienso que no lo tienen nada fácil; otras, miro la estampa general de los padres que vamos allí arrastrando nuestros rostros por el suelo y me convenzo de que es pan comido. Nosotros les hemos dejado un mundo con epidemias, hambrunas, unos cuantos grados más de temperatura cada año y el reto de convertirlo en un lugar mejor. Por esto tengo cada vez más claro que este momento es el más importante del día. Todo, absolutamente todo lo demás, queda supeditado a esto. E igual estaría bien que las autoridades con capacidad de decisión lo tuvieran igual de claro, en lugar de tanta peleíta política. Quién sabe. A lo mejor sí.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios