Calle Larios

Para tal huésped, eso le basta

  • Vivir en una ciudad que, por antigua, es prácticamente un cementerio en toda su extensión, entraña una invitación constante al ‘Carpe Diem’ 

  • Otra cosa es cómo lo pongamos en práctica

“Aquí estuvieron aquellos labios donde yo di besos sin número”.

“Aquí estuvieron aquellos labios donde yo di besos sin número”. / Javier Albiñana (Málaga)

AL Cine Astoria íbamos, claro, a ver películas. Al Victoria también. Recuerdo cuando mi padre me llevó al Astoria a ver Superman, claro. Y seguramente fue un privilegio: hasta cierta edad uno cree que todo el mundo tiene un padre que le ha llevado al cine a ver Superman, aunque la edad, o la fatalidad, nos hace admitir que los padres no son siempre tan brillantes como cabe esperar de ellos. Recuerdo que vi Instinto básico en mi adolescencia, en un episodio notablemente vergonzoso. Y, poco más tarde, recuerdo haber disfrutado mucho El cabo del miedo y El silencio de los corderos. Creo que la última película que vi en el Astoria fue Trabajos de amor perdidos, la adaptación de la obra de Shakespeare que dirigió y protagonizó Kenneth Branagh en clave de comedia musical. Pero en aquella manzana había algo más que un cine. Recuerdo las cervezas y algún mojito que otro en La Latina, en los años de la Facultad, con los amigos de entonces (alguno queda, todavía), mientras el botellón de costumbre se extendía a lo largo y ancho de la Plaza de la Merced. Fue allí, en La Latina, donde nos citamos Manuela y yo la primera vez. Cuando derribaron la misma manzana hace unos meses y encontré el hueco, preciso, tanto o más que el edificio mismo en su ausencia, se me vinieron a la cabeza de golpe todos estos recuerdos. Ahora, las excavaciones arqueológicas empiezan a desenterrar lo que había debajo todo este tiempo, en sucesivas catas que conducirán, quién sabe, al anfiteatro romano por cuya existencia y localización algún historiador estaría dispuesto a apostarse un almuerzo en el Tintero. Hace unos días, los arqueólogos sacaron a la luz unos cuerpos, correspondientes a la primera ocupación cristiana del área, en el siglo XVI; o tal vez algo posteriores, a lo mejor correspondientes a las monjas del antiguo Hospital de Santa Ana que, tras su muerte, fueron sepultadas en la cripta. Sea como sea, al ver estas imágenes, mis recuerdos relativos al Astoria, a La Latina y a la misma Plaza de la Merced se me volvieron a acumular de una tacada en la memoria. Mientras yo iba al cine, me tomaba una cerveza, lo pasaba bien con mis amigos o tonteaba con la chica que me gustaba, ellas, ellos, descansaban ahí. Estuvieron ahí debajo cada día. Consumidos, nada expectantes, sin decir ni pío. Observo los esqueletos. Uno parece llevar las manos atadas. O tal vez es una posición piadosa, una actitud de oración. Casi me siento obligado a pedirles disculpas. Mientras ellos continuaban su disolución paulatina, yo iba a lo mío al aire libre, no siempre en la actitud más decorosa que digamos. Pero supongo que es inevitable que esto suceda a cada paso que damos en Málaga, una ciudad que, por antigua, debe ser en toda su extensión un enorme cementerio crecido por acumulación.

Mientras más altura ganen los rascacielos, más profundidad tendrán que alcanzar los pozos que perforen los camposantos

Así que extrae uno la lección del Carpe Diem, o del Ubi Sunt, y perdonen los latinajos. Recuerdo la canción del sepulturero de Hamlet: “Un hoyo en la tierra que le preparan / para tal huésped, eso le basta”. Y al mismo príncipe cuando encuentra la calavera de Yorick, el que fue su bufón, con quien tanto jugó de niño: “Aquí estuvieron aquellos labios donde yo di besos sin número. ¿Qué se hicieron tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estrépito?” No deja de resultar paradójico que una ciudad empeñada en crecer en altura a base de rascacielos de innumerables plantas crezca también en profundidad, justo en la misma línea pero en dirección contraria, y encuentre allí las páginas de su propia historia como en un libro. Y, seguramente, mientras más altura ganen nuestras construcciones, más hondura tendrán que alcanzar los pozos que perforen los camposantos. Es interesante considerar que en esta Málaga decidida a lavar y blanquear su memoria hasta extremos ridículos, capaz de plantar un urinario para perros encima de la mayor fosa común de la Guerra Civil, los muertos salgan de vez en cuando de sus tumbas para recordarnos de dónde venimos y qué somos. Más ahora en Carnaval, que seguro prefieren los muertos a la Cuaresma. Ya les cantaremos las cuarenta a los que nos pasen por encima cuando los arqueólogos hagan su trabajo.

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