Calle Larios

La industria del entretenimiento

  • El episodio de Julen ha despertado verdaderos océanos de solidaridad; pero en el magma de voces que opinan, ilustran y juzgan, a veces de manera implacable, hay de todo. Eso es la calle

Ya que algo tendremos que contar algo, para qué inventarnos nada cuando el mercado de la realidad está que arde.

Ya que algo tendremos que contar algo, para qué inventarnos nada cuando el mercado de la realidad está que arde. / Málaga Hoy

Entro a la panadería a por los molletes de costumbre. Es casi la hora de comer y el local está a tope. Guardo mi puesto en la cola y quienes me preceden en el turno son dos señoras, al parecer muy amigas, tal vez vecinas, que comentan en voz alta, sin mucho pudor, su parecer compartido sobre el caso Julen. Han pasado ya diez días desde que el niño cayó al pozo, hay pocas esperanzas de que aparezca con vida y cada plazo que apuntan los responsables del rescate queda retrasado por mil y un inconvenientes relacionados con la orografía del terreno. Las mujeres reparten responsabilidades a diestro y a siniestro, la culpa es del padre, o de la madre, o del dueño de la finca, o del que abrió el pozo, o del que dice que lo selló pero no lo selló, o lo selló después. Hablan con tono autoritario, como si hubieran estado allí, en Totalán, manejando la maquinaria, haciendo cábalas in situ. Después llega el momento de la penita, del ay Dios mío, del angelito, hay que ver qué desgracia, qué tragedia, y una frase que me pone los pelos de punta: “Si hubiera sido mi hijo”. Me sorprende, todavía, a estas alturas, la facilidad con la que tantos se apresuran a identificarse con el dolor de los otros sin la mínima distancia, a ponerse en primera fila, a compartir la desdicha, a convertirse en protagonistas, a pedir los micrófonos, dejad que os cuente yo lo que se siente. Esa gente que se acuerda ipso facto de sus hijos cuando ven la noticia de un accidente, o de una guerra, cuando lee Lolita, cuando cualquier señal de depravación le sale al paso, sea documental o de ficción (yo me acuerdo de mi hija cuando pasan cosas buenas o cuando encuentro novedades que pueden interesarle; pero vaya, en todo caso ése es mi problema), incapaz de asentar en su inteligencia una leve abstracción. Imagino que todo esto va incluido en el lote del carácter mediterráneo, tan pasional y tan metomentodo, tú lo pasas mal y yo peor, a ti se te cae un hijo un pozo y el mío va detrás, ahí va Cristo derechito a la Cruz y yo con Él; seguramente estoy siendo injusto con estas dos señoras que fueron a comprar sus barras de viena, así como con otras muchas personas que se detuvieron a hablar conmigo durante aquellos días para preguntarme, pero confieso que salí de la panadería con las fosas nasales a cubierto. Luego, claro, había que hacer equilibrios para informarte de la manera más responsable y sosegada posible y para no toparte en el dial con el sensacionalismo más asqueroso, pero lo más tremendo es cómo lo uno está relacionado con lo otro. Acudí a Totalán un par de veces, antes y justo después de que encontraran el cuerpo de Julen, para escribir otras tantas crónicas. Y en ambas ocasiones pude ver a reporteros que ensayaban sus mejores pucheritos antes de abrazarse al vecino de turno para robarle un total y casi forzarlo a echarse unas lagrimas delante de las cámaras. Cuando fui testigo de tales conductas, que de ningún modo me pillaron de nuevas, establecí un vínculo claro con todas aquellas personas que, como las mujeres de la panadería, sentaban cátedra al aire libre como si de un partido de fútbol se tratase. Y comprendí que justamente así funcionaba el circo que los antiguos latinos predicaban como derecho complementario al pan, y que no se limitaba, ni mucho menos, a combates de gladiadores ni a carreras de cuádrigas.

No niego que la sociedad española, así como Málaga en particular, haya prodigado una lección de solidaridad respecto a la tragedia de Julen; pero sí sospecho que mucho de cuanto había metido en ese océano, en esa presunta voluntad común, tenía más que ver con la industria del entretenimiento: con la producción del espectáculo para tener de qué hablar después en el rellano, en el gimnasio, en la cola de la panadería. Encontrarte a un conocido y no tener de qué conversar es algo parecido a una catástrofe personal (lo que explica, de paso, el éxito de las redes sociales), y en este sentido un niño caído a un pozo venía de perlas. La información ha quedado reducida a un mero anecdotario frente al espectáculo, y cabe notar hasta qué punto los formatos de docuficción han convertido la realidad en el nuevo Un, dos, tres, un carro al que también se han subido buena parte de los medios de los que uno esperaba, ante todo, información. Me acordé mucho aquellos días de la advertencia de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor callar la boca”. Ahora, la calle es el circo en el que podemos hablar de lo que se nos antoje. Que para eso lo pagamos, puñeta.

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