Calle Larios

La calle y el mandato democrático

  • Sobre la conveniencia de manifestarse contra los resultados de unas elecciones, igual cabe recordar que la praxis política va más allá de las urnas. Y que todos los mandatos son criticables

En la calle se puede aprender, entre otras cosas, que el debido recelo ante las consignas es compatible con la convicción democrática.

En la calle se puede aprender, entre otras cosas, que el debido recelo ante las consignas es compatible con la convicción democrática. / Álex Zea / EP (Málaga)

A cuenta del último Consejo de Ministros celebrado en Barcelona, bromeábamos algunos incautos en las redes sociales sobre cómo los del CDR que intentaban cortar las calles parecían unos principiantes al lado de las cofradías de Málaga. Para ponerlo todo patas arriba nada como una procesión de Las Penas o del Santo Traslado, y no la labor de aquellos mequetrefes incapaces de cegar un carril. Bromas aparte, lo más triste es el modo en que los más intolerantes e incapaces, que suelen ser los primeros en recurrir a conductas violentas e inaceptables, han vertido no poca tierra sobre el legítimo derecho a manifestarse de forma pacífica, convertido en pleno siglo XXI (algo vaticinó George Orwell al respecto) en objeto de sospecha por la mayoría bien pensante. Un servidor no ha militado jamás en partidos políticos (sí en un par de organizaciones de acción social, y a mucha honra), pero algunas manifestaciones en las que he participado, las más vividas a flor de piel (como la que reclamó a ETA la libertad de Miguel Ángel Blanco y a Aznar la retirada de las tropas de Iraq), me han servido desde mi primera juventud de riguroso aprendizaje en mi formación política. De entrada, ha sido ahí, codo con codo con otros que tal vez pensaban como yo o quizá se situaban ideológicamente en parámetros bien remotos, donde he aprendido a distinguir entre el debido recelo a cualquier consigna y la convicción más honda respecto a cuestiones fundamentales; a comprender que la independencia política no nos separa del resto, sino que, por el contrario, nos permite vislumbrar con mayor claridad los lazos que nos unen y las carencias que deben ser subsanadas. El pasado martes me acerqué un rato a la manifestación feminista convocada contra las tentaciones que parece haber asumido el nuevo gobierno andaluz respecto a los recortes de libertades y encontré a hombres y mujeres, jóvenes y mayores, veteranos de la palestina liada al cuello y familias al completo, audaces con pinta de catequistas y revolucionarias gritonas. Y no me pregunten cómo, pero cabíamos todos. Leí después no pocos comentarios, columnas, tuits y mensajes lanzados al mar en botellas sobre la nula conveniencia de reclamar en la calle lo que no se ha ganado en las urnas, de criticar la formación de un gobierno sólo porque no es el que le gusta a uno, como si se atentara contra el mandato democrático nacido en las urnas. Lo suyo, según muchos, es comerse el marrón y aguantar con lo que hay hasta que se convoquen nuevas elecciones. Hay en este escrúpulo, entiendo, una percepción del resultado de los comicios como cauce intocable para la regulación de las cosas, como sentencia casi divina cuya crítica se convierte en algo tan feo como una falta de respeto. Existe, sin embargo, la convicción (convicción, sí) democrática de que todos los mandatos son criticables. Incluido el democrático.

La cuestión es que la manifestación en la calle contra un mandato cualquiera forma parte de la praxis política que corresponde a cualquier ciudadano por el hecho de serlo, tanto o más que las urnas. Al igual que el derecho al voto, el derecho a la manifestación puede ser desestimado a título individual por sus legítimos depositarios. Pero si en las negociaciones para la constitución de un gobierno se ponen sobre la mesa la derogación de la ley de violencia de género y la expulsión de 52.000 inmigrantes con justificaciones falsas y sustentadas en datos manipulados, lo razonable, y lo saludable, es que tales actitudes sean objeto de sanción cívica, por mucho que las medidas no se adopten luego o se incorporen de manera más o menos camuflada. El ejercicio del voto no es un trasunto de infalibilidad: se puede votar mal, y de hecho a menudo sucede así, más aún cuando las opciones populistas tienen la virtud de decir sus burradas a bocajarro para que después a nadie le pille por sorpresa. Es cierto que el PSOE, como cualquier partido, debería haberse guardado mucho de convocar a nadie a las puertas de ningún sitio; pero también lo es que referirse a la disidencia pacífica como kale borroka es una imprudencia mucho más grave y, hasta ahora, bastante menos criticada. Si empezamos a ver las manifestaciones como signos de la manipulación y el fanatismo, así, en trazo grueso, pronto diremos lo mismo del voto. Pero entonces será demasiado tarde. Otra vez.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios