Calle Larios

La mejor ciudad de Europa

  • Teresa Porras lo tiene claro

  • El estudio 'European Best Destination', también

  • Los demás, pues allá cada cual

  • Pero habrá que rendirse a la evidencia mientras haya bosques con ángeles

Ya me dirán si no palidece cualquier templo románico al lado de semejante maravilla.

Ya me dirán si no palidece cualquier templo románico al lado de semejante maravilla. / Málaga Hoy

Olvídese al fin de la decadencia de Roma, del peso de la Historia en sus plazas e iglesias, de la hermosura conmovedora de sus callejones empedrados; de la manera en que la luz del atardecer se extiende como un manto sobre Marais, en París, y parece abrir un túnel en el tiempo hacia siglos de umbría y silencio; de la mansedumbre que luce el Barrio Alto en Lisboa a pesar de las cuestas, donde la vida contenida en los portales y las tejas supervivientes entraña sin remedio un acto poético; de la Praga misteriosa, repleta de contrastes entre el esplendor y la bruma kafkiana que se extiende todavía, a pesar de las hordas de turistas, entre el Cementerio Judío y la solemne Catedral de San Vito; de las galerías de arte, la música en la calle y el urbanismo entendido como conquista ciudadana más allá de la monumentalidad en Berlín; de la síntesis prodigiosa de memorias, lenguas, colores, cuerpos, vestimentas, ritmos, melodías y aromas que sacuden cada día la sección europea de Estambul; de los balcones llenos de hortensias, las fachadas de rojo ladrillo y los parques dispuestos al pie en Dublín; del furioso caudal del Danubio en Budapest. Olvídelo todo: la mejor ciudad de Europa es Málaga. No lo digo yo, lo dice Teresa Porras. Y lo dice en virtud del estudio European Best Destination, que señala a Málaga como el destino ideal para las vacaciones navideñas en el continente. Pero también, que conste, a cargo del espléndido alumbrado navideño, copiado y suministrado en otras ciudades españolas y europeas: tanto es así que, si Vigo decide presumir de alumbrado, allá que acude Teresa Porras a poner a Vigo en su sitio, abocado al marco estricto de la aspiración gallega. Pero no, Málaga ya es una plaza europea, por derecho, la mejor de todas. Porque está así de bonita y porque todo el mundo quiere venir. Razón no le falta a nuestra concejal: ya me dirán dónde se está mejor que aquí en los meses de invierno. Yo también me paro a veces, en ciertos días soleados, frente al Teatro Romano, o en Pedregalejo, o en una exposición interesante, o en alguno de los pocos bares que siguen abiertos desde que soy pequeño, respiro hondo y me digo, sin necesidad de convencerme, como ante la evidencia: “Ciertamente, vivo en la mejor ciudad del mundo”. Aunque esté tan sucia, aunque le falten parques y jardines, aunque tantos barrios hayan quedado olvidados, aunque arrastre problemas endémicos para los que ya hemos admitido que no hay solución, no importa: Málaga aúna virtudes, en su clima, su hospitalidad, la manera en que se ofrece y el modo en que satisface los placeres esenciales por las que merecer ser una ciudad amada, por quienes viven aquí o vienen de visita. El problema es que cuando esta emoción traspasa el territorio preciso de la intimidad y se convierte en moneda de cambio y objeto de proyección política, el encanto se hace añicos. Y no hay entonces, me temo, nada de lo que presumir. Así, no.

Entiendo que Teresa Porras hace su trabajo. Lo que no entiendo es esa manía de poner a Málaga a competir en un ranking que huele a kilómetros a especulación

Entiendo que Teresa Porras hace su trabajo. Lo que no entiendo es esa manía de poner a Málaga a competir en un ranking improbable, que huele a especulación a kilómetros, con tal de que los inversores que habrán de construir los rascacielos se den por aludidos. No entiendo por qué hay gente orgullosa de que Málaga lidere no sé qué índices de rentabilidad a nivel nacional o continental. No sé por qué el hecho de que se hable por todas partes de algo tan superficial, ridículo y pobrecito como el alumbrado navideño, con un hilo musical que deja bien claro a qué tipo de público va dirigido, nos arroga el derecho a referirnos a Vigo con condescendencia. No entiendo los motivos por los que ciertos aplaudidores sacan siempre pecho ante no sé qué éxitos de misiones comerciales o al ver el nombre de Málaga puesto en no sé qué etiquetas. No entiendo por qué la denuncia del modelo turístico adoptado, contrario a menudo a la convivencia y a ciertos derechos irrenunciables de los vecinos, se interpreta como que se habla mal de Málaga. Y lo que no entiendo es por qué algo tan particular como el apego a una ciudad, el amor a sus calles, su historia, sus gentes, su memoria y sus encantos va quedando paulatinamente desplazado a favor de esta especie de celo patriarcal, de campeón de liga, como si fuésemos nosotros el dueño del cortijo y nos pasáramos la vida temiendo que el vecino tenga una mansión más lustrosa que la nuestra. A Málaga le falta quererse y le sobra ensimismamiento. Creíamos que los complejos estaban superados, pero no, algo de ese orgullo mal entendido queda en el ambiente. Aunque tengamos bosques con ángeles en la calle Larios. 

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