Calle Larios

Pero pudo ser una plaza

  • Más que para paliar una chapuza con otra, el asfaltado de la Plaza de la Merced encaja con el aroma a frustración que desprende el enclave, a ciudad prometida que se quedó por el camino

Al menos, siempre nos quedará un paso de cebra para emular la portada del ‘Abbey Road’ de The Beatles.

Al menos, siempre nos quedará un paso de cebra para emular la portada del ‘Abbey Road’ de The Beatles. / Javier Albiñana (Málaga)

Es una mañana espléndida de este marzo de primavera ansiosa, con un calor que invita a la manga corta y al frescor en la garganta aunque el calendario nos informe de que aún transitamos el invierno. Llegar a la Plaza de la Merced desde Huerto del Conde y el Mercado por Frailes implica no acabar de llegar del todo, como si esa decadencia ruinosa, impregnada de un tiempo pegajoso que inunda lo mismo muros que aceras, se prolongara más allá de la esquina de Gómez Pallete. Y eso que el esplendor se percibe aquí especialmente, con la luz que escupe el cielo azul y que se cuela con gracia de pintor viejo entre los árboles. La cola habitual de turistas que han venido hasta aquí a conocer la casa en la que Picasso vino al mundo está ya formada con su paciencia y su avance antediluviano: nunca es bastante temprano para empezar en este punto una jornada bien aprovechada antes de que zarpe el crucero. Ya en la plaza, atravesado al menos el murete que juega aún a distinguir el perímetro de lo que se puede considerar plaza frente a lo que no, otros grupos de turistas, diseminados pero bien nutridos, atienden las instrucciones de los guías locales que cuentan mil y una maravillas sobre el mismo Picasso, el tal Torrijos y sus valientes hombres a cuya memoria está levantado el monolito del centro de la plaza y hasta el anfiteatro romano que presuntamente, dada la proximidad con el teatro de la misma época y alguna referencia histórica de dudosa garantía, se oculta bajo el suelo. Unos van a pie, otros en segway. Algunos llevan sus pinganillos en ristre, bien afirmados en la oreja; otros van por libre pero no prestan menos atención al guía que se esfuerza en explicarlo todo en un inglés de poderosa inflexión palatal. Avanzo hacia el cruce con Madre de Dios, pero sin salir del recinto propiamente dicho. Un hombre con el pelo extremadamente sucio y la barba rala, vestido con una camiseta azul hecha jirones y el pantalón no menos roto de un chándal, se masajea los pies negros y descalzos sentado en un banco, aunque sus posaderas descansan sobre un trozo de cartón. La panorámica de la Alcazaba desde aquí sigue siendo igual de hermosa. Las terrazas ancladas en la acera que conduce hasta la calle Victoria están llenas de turistas alucinados con el buen tiempo, que apuran hasta el último gramo de sol en sus pálidas anatomías, arremangadas las camisas y ensanchados los escotes, como lagartijas en pleno éxtasis báquico, tiesos así, sin decir nada, casi sin prestar atención a los zumos détox que aguardan en sus mesas o a las cervezas que algunos visitantes centroeuropeos, desayunados seguramente bien temprano, han pedido ya a esta hora. Una mujer salida de ninguna parte cruza la plaza entonces como si nada de lo que allí sucede fuera con ella. Es una mujer menuda, esmirriada, achatada por los polos, morena entre las canas y triste, vestida con un apaño gris y zapatillas de casa. A tenor de las arrugas de su rostro y la torcedura de su espalda puede tener cualquier edad entre los sesenta y los noventa años. Tira de un carrito de la compra en dirección al mercado, o tal vez hacia otra parte, quizá hacia alguno de los badulaques o alguna de las carnicerías que circundan la Cruz Verde a un tiro de piedra. La mujer está sola. Yo también. Cruzo los dedos para que los dos tengamos remedio cuanto antes.

Nos lo ponen cada vez más fácil para convencernos de que tampoco nos merecemos tanto

Al frente, la manzana de los antiguos cines Astoria y Victoria continúa su particular desmembramiento sobre el desfile de contenedores. Han baldeado el suelo y el aroma a detergente se mezcla con el efluvio de basuras y podredumbres ya adherido al firme. Corresponde así cruzar la plaza y llegar hasta este otro extremo, la frontera natural con la Plaza María Guerrero, acaso un no lugar que sólo sabe caer por su propio peso, y no hay más remedio que admitir que lo que tenga que pasar aquí, sea cual sea la solución adoptada, llegará demasiado tarde: la Plaza de la Merced ya entraña esa precisa derrota de una Málaga ensimismada que ha decidido poner sus huevos en cestas mucho más efímeras. Por eso, el asfaltado de la continuación de la calle Álamos encaja como un guante: no se trata tan sólo de la constatación de que alguien pretendió hacer una vez de esto una plaza coqueta, de la que la ciudad pudiera presumir, y de que no hubo manera; es que nos lo ponen cada vez más fácil para convencernos de que tampoco nos merecemos tanto, por mucho que aquí cada vez pueda vivir menos gente. Pero la luz, eh. Qué me dicen de esta bendita luz.

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