Calle Larios

Las razones de los demás

  • Casi sorprende el modo en que la Semana Santa pone a prueba la tolerancia de propios y extraños todavía a estas alturas ¿Qué queda del viejo arte de tomar distancias?

Todo el mundo tiene una razón, más o menos oculta, para vestirse de mantilla y resguasdarse de la lluvia.

Todo el mundo tiene una razón, más o menos oculta, para vestirse de mantilla y resguasdarse de la lluvia. / Javier Albiñana (Málaga)

EL Jueves Santo hubo que tomar decisiones urgentes a cuenta de los chaparrones y en la cofradía de la Misericordia optaron por una solución dolorosa: apenas sacados los tronos a la calle, la procesión dio la vuelta para poner las tallas a resguardo en la casa hermandad y todo quedó disuelto, a la manera de Roy Batty, como lágrimas en la lluvia. Abundaron entonces la pena, los llantos y rostros compungidos, los abrazos para el desconsuelo y los silencios propios de la tristeza entre hombres de trono, mujeres con mantilla, nazarenos y demás personal, frustrados ante la evidencia de que los preparativos de todo un año se habían malogrado sin remedio. Parecía que el Perchel entero compartía aquel pesar, pero una pareja que se abría paso con su perro junto al mercado del Carmen expresaba un punto de vista distinto: sin muchas intenciones de mantener su conversación en un tono discreto, sino más bien todo lo contrario, y con las risas manifiestas a elevado volumen, los dos, él y ella, dedicaban a los cofrades comentarios hirientes una vez que, por si acaso, la calle Plaza de Toros Vieja quedaba suficientemente despejada y podían alcanzar sin obstáculos Callejones del Perchel. En su opinión, proferida así en voz alta, aquellos que lloraban y se lamentaban por la procesión truncada sufrían algún tipo de tara, genética o intelectual, que los obligaba a vivir sometidos a tan lamentable superstición irracional. Podría decirse, parafraseando a Leonard Cohen, que todo el mundo tiene una razón para cortar la calle o, al menos, una estrategia para ocupar el tiempo de ocio; pero existen, al parecer, motivos y contenidos más nobles que otros. Lo curioso es el modo en que la Semana Santa viene, todavía, a poner a prueba la tolerancia de propios y extraños: hay quien ve en las cofradías una indigencia cultural y quien ve fuera de las mismas una indigencia moral o trascendental. Resulta además que, cuando todos estos desprecios territoriales debían formar ya parte de algún vergonzoso museo, al estilo de la universal infamia borgeana, hay quien acude a la Semana Santa para señalar cierto retraso secular de Andalucía respecto a otras comunidades del norte, presuntamente más civilizadas. Y, por si fuera poco, este año hemos tenido frentes dentro del mismo mundo cofrade entre los partidarios del nuevo itinerario oficial y sus detractores; incluso, lo que ya es rizar el rizo, entre los abonados y los que optan o se conforman con ver la procesiones a pie. Uno asiste a estas diatribas entre el interés del entomólogo y el aburrimiento supino. La única evidencia es que, y esto sí que resulta doloroso, el siglo XXI sigue siendo el tiempo de las masas, no de las personas. Sospecho que a más de uno le estallaría la cabeza si husmeara en los dominios de la Semana Santa y encontrara ahí dentro gente cultivada, ceporra, sensible, elevada, rústica, amante del underground e incondicional de Juan y Medio. Es decir, exactamente igual que fuera, del mismo modo en que resultaría difícil de justificar presunciones de persecución e incomprensión entre los cofrades respecto a los malagueños que prefieren no participar, por mucho que Pablo Casado hable salvajemente de escraches.

Lo doloroso es admitir que el siglo XXI sigue siendo el tiempo de la masa, no de las personas

Cada Semana Santa, como al fin y al cabo el resto del año, se echa de menos aquel noble arte humanista de tomar distancias y mirar al otro con suficiente perspectiva. La masa, azuzada por las redes sociales, ofrece al miembro del rebaño la dosis precisa de comodidad; y por esto mismo, quien sostiene razones distintas, incluso contrarias, es percibido como una amenaza, o cuanto menos como un elemento incómodo. Pero hay un ejercicio altamente saludable en dejar al otro hacer lo que le dé la gana, siempre que no se meta con nadie, sin intentar comprender sus motivos, sin empeñarse en aplicar a la razón ajena el molde de la propia. En el reino de los zascas y la definición del adversario como criatura infrahumana, no hay seguramente mayor expresión de libertad que la que disfruta quien critica de manera dura y severa sus propias convicciones, pero de momento no estaría mal conformarse con Petrarca cuando se dirigía así al contrario:“Sigue tu camino y déjame seguir el mío”. Dejen a los extravagantes hacer su trabajo. Y todos tan a gusto.

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