Calle Larios

El valor y el precio

  • Si el sostenimiento de Málaga pasa inevitablemente por el rendimiento comercial en su calidad de producto, la política municipal debería ser garantía de orden y equilibrio

  • No lo contrario

Si todo el mundo tiene un precio, el de Málaga bien podría ser un rascacielos ahí detrás.

Si todo el mundo tiene un precio, el de Málaga bien podría ser un rascacielos ahí detrás. / Málaga Hoy

ADVERTÍA Juan de Mairena (y cuánta razón tenía José Ángel Valente al lamentar que la cultura española no hubiera asumido al alter ego de Antonio Machado como su primera guía intelectual: teníamos un Ralph Waldo Emerson mucho mejor que Ralph Waldo Emerson, pero la gloria se quedó en el otro Antonio Machado, el por todos conocido: también Juan de Mairena, por cierto, murió en el más atroz de los exilios) que sólo los necios confunden valor y precio. Ya en su tiempo distinguió el renacentista Maquiavelo una oportunidad para los príncipes perspicaces que supieran sacar provecho de la misma confusión, pero lo cierto es que desde la misma aparición de la burguesía en Europa el capitalismo ha extraído buena renta de su habilidad a la hora de hacer pasar lo uno por lo otro. La escolástica medieval que seguía dándole cuerda a las enseñanzas platónicas sobre la verdad, la bondad y la belleza tuvo entonces su definitivo carpetazo: lo que en última instancia podría definir la calidad del producto era su precio de salida en el mercado y su rentabilidad respecto a la ley de la oferta y la demanda, ya se tratase de la obra de un artesano, un individuo cualquiera o, también, las ciudades. En el fondo, lo que Juan de Mairena expresaba era un profundo diagnóstico a nivel de civilización: la necedad es una causa común en la que ni siquiera hay márgenes para pensárselo. Viene todo esto a cuento de la entrevista que publicó este diario hace unos días con el arquitecto y urbanista gaditano José Carlos Babiano, quien, preguntado por la influencia del turismo en las grandes ciudades, emitía al respecto y en la misma línea otro diagnóstico tan sosegado como meridiano: las ciudades ya no son aquellas viejas comunidades que se sustentaban en el trabajo de sus vecinos y en el orden garantizado por la autoridad, sino meros productos puestos en venta, y en esta época es la industria turística la que ejerce de primer comprador. Babiano no hacía mención expresa a ninguna ciudad en concreto, pero sería razonable que esto les sonara de algo a los malagueños. Dado el diagnóstico, y sin mucha perspectiva de cambio en el horizonte más allá de que, en un futuro tal vez a medio plazo, llegue el día en que los compradores se larguen o pidan otra cosa, el ejercicio de la política municipal pasa, necesariamente, por preservar espacios en los que las ciudades puedan seguir funcionando como ámbitos de convivencia, ya que precisamente la industria turística muestra una ambición voraz y expansiva, sin muchos recelos a la hora de consumirlo todo. Es decir, no podemos prescindir del turismo, de ninguna manera; pero sí ordenarlo, porque una ciudad sin ciudadanos, por muchos ingresos que se perciban, está abocada a la bancarrota (también Maquiavelo bromeó sobre esto, pero mejor dejémoslo estar). Y en esta preservación de espacios, incluso apertura de nuevos ámbitos para los residentes, se da una ocasión magnífica para que los arquitectos sienten las bases de nuevas ciudades, armónicas, coherentes y equilibradas respecto a su memoria y su inevitable explotación comercial. En la urgencia del contexto, Babiano no descarta una lectura optimista. Yo tampoco.

Pactar significa gestionar, y aquí se da el último sentido de la política

Si Málaga es un producto más en un supermercado en busca de inversores, y si las garantías para la ciudad pasan por aquí, no habrá más remedio que pactar con esto. Pero pactar significa gestionar, y aquí encontramos el sentido último de la política. Lo deseable sería encontrar fórmulas que distingan de entrada el valor del precio, que no hagan pasar gato por liebre, y que a partir de aquí actúen en consecuencia para que el turismo y la convivencia se coordinen en términos de sostenibilidad. Pero me temo que justo esto es lo que no hemos tenido: a Málaga le tocó en suerte convertirse en niña bonita de directores de grandes museos internacionales, de las principales cadenas hoteleras y de los prebostes más reputados del ladrillo, lo que generó un entusiasmo unánime que invitó a apostar a todo o nada. Ahora tenemos un centro exprimido al que cada vez apetece menos ir, pero también a candidatos a alcalde que piden un centro sin vecinos y a la vez más grande, con toda la carne puesta en el horno del precio y ninguna en la del valor. Que no se haya dado ni una sola respuesta política al exceso de los precios del alquiler en Málaga delata que el equilibrio es una quimera aún remota. Pero no estaría de más que hoy, a la hora de votar, tengamos en cuenta lo que nos jugamos. Que no es poco.

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