Calle Larios | Desescalada

Málaga: historia de dos ciudades (o más)

  • Cuando de responsabilidad se trata, cada vez cuesta más resistirse a la idea de que el infierno son los otros

  • Sin embargo, el plano general continúa remitiendo a la esperanza

Un señor con su mascarilla junto al Cine Albéniz.

Un señor con su mascarilla junto al Cine Albéniz. / Javier Albiñana (Málaga)

Apenas se incorporó Málaga a la Fase 1 las terrazas del barrio volvieron, casi todas, y con ellas las estampas habituales, incluidos los desayunos solitarios de café largo y periódico arrugado que muchos vecinos practican como emulación de los Laudes conventuales. En el centro, las terrazas son el ecosistema adscrito a la bulla y la jauría, las legiones de turistas en su mayor apogeo, la concentración calurosa de mesas arrimadas y jarras y bandejas que van y vienen con precisión milimétrica; en los barrios, sin embargo, el juego tiene más que ver con las mesas ocupadas por uno solo, la parsimonia del tiempo en ese paréntesis robado a la refriega y la conversación con el vecino que pasa, el mismo que igual se sienta a compartir café pero que, seguramente, pasará de largo después del saludo. Este público, discreto, es variopinto, pero en gran parte se sustenta en personas de edad ya avanzada, pensionistas que distraen así un buen cacho de mañana, como un oficio a destiempo pero resuelto con cierto orgullo. La cuestión es que el otro día pasé por una de estas terrazas del barrio, formada ahora por cuatro o cinco mesas dispersas, en claro respeto a las medidas de seguridad impuestas, y en una de ellas un parroquiano se ventilaba su café, su pitufo y su cigarrito mientras conversaba de manera animada con un vecino que acababa de llegar y, plantado a su lado de pie, hacía aspavientos y ese gesto tan simpático de me voy ya pero no mira que te cuente que sí que no que me voy, como para subrayar la importancia de lo que decía. Ninguno de los dos, depurado el afeitado, morena la piel y surcada la frente, tenía muchas oportunidades de cumplir los sesenta. Mientras pasaba a su lado me dio por pegar la oreja y escuché al que estaba de pie y que no dejaba de agitar los brazos: "La mierda de la mascarilla... ¿Pa qué hay ponérsela? Yo no quiero mascarilla. La mía me la dejé el otro día en el coche y ahí sigue, no sé la de tiempo que hace que no me la pongo". Tal vez el primer parroquiano estaba frito por que el segundo se largara para poder terminarse el desayuno tranquilo, pero el susodicho no le daba muchas opciones, así que se limitaba a asentir entre calada y calada: "Que no, que no me pongo yo la mierda de la mascarilla, que es mentira". Dado que la conversación no avanzaba mucho, y que tampoco era cuestión de quedarme allí tieso como un estúpido, seguí mi camino mientras pensaba en Hobbes y el Leviatán. Este hombre, que de manera poderosa me recordó a mi padre, con aquella resistencia infantil a hacer lo que simplemente hay que hacer, tenía el mismo derecho que otro cualquiera a ser atendido en un centro de salud, a ejercer su derecho a la libertad de expresión y a votar en las próximas elecciones. Más aún: corresponde a toda la sociedad garantizarle esos derechos, sin escatimar un solo recurso para lograrlo, ni siquiera los más graves y últimos. Así funciona el negocio.

Un paseo en la playa también tiene su encanto con las distancias de seguridad. Un paseo en la playa también tiene su encanto con las distancias de seguridad.

Un paseo en la playa también tiene su encanto con las distancias de seguridad. / Javier Albiñana (Málaga)

Lo que pasa es que, bueno, estos días encuentra especial cumplimiento la advertencia sartreana de que el infierno son los otros. Y si no, que le pregunten al tipo que se pasea cada día por las calles del centro con un palo extendido en horizontal para garantizar que nadie se le acerca a menos de un metro, por más que cualquier incauto pueda llevarse un costalazo. Para buena parte del sector hostelero, el infierno tiene el nombre propio de Pedro Sánchez y Fernando Simón (que tentación la de pintarlos en el círculo de los traidores que Dante prefiguró en el Infierno de su Comedia junto a Judas Iscariote y Marco Bruto) por su obstinación en mantener a Málaga en una fase inferior a la que por derecho propio le corresponde en la desescalada. Luego están los amantes de las cacerolas, que gustan de reunirse y manifestarse sin demasiado escrúpulo a la hora de pulverizar las distancias de seguridad y sin demasiada sensibilidad por enfermos y por profesionales del sector sanitario, lo que constituye una no menos meritoria definición del infierno. Por no hablar de otros muchos usuarios de terrazas, también en el centro, cuya actitud ante las normas de seguridad que debieran observarse con rigor no podría ser más laxa. El hecho de que la Policía haya tenido que intervenir para evitar aglomeraciones indeseables en Pedregalejo, donde se está en la gloria, cierto, al caer la tarde en compañía de un helado o de un Margarita, delata hasta qué punto el infierno ha venido a asentarse y a tomar posesión de sus dominios. Pero convendría distinguir dos tipos de diablura: la que practican los inconscientes a los que les importa un comino la seguridad del resto del mundo y la que ejercen quienes interpretan las medidas de seguridad como una imposición indeseable del Gobierno. Que haya a quien se le ocurra definir como libertad la vulneración de las normas que han impedido el colapso hospitalario en España demuestra no sólo hasta qué punto sigue siendo necesario un refuerzo de la filosofía y el resto de humanidades en los planes de estudio; también que al infierno le encanta hacer pasar la estupidez por arrojo, lo que al cabo es tan viejo como el Antiguo Testamento. No es difícil imaginar que quien haya perdido a algún familiar en la ciudad con más infectados entre el personal sanitario en toda España estos chistes no le hagan ni pizca de gracia, pero ya se sabe que aquí la libertad se entiende como el sacrosanto derecho a dejarnos la mascarilla en el coche y no volver a ponérnosla, y que diga misa san Fernando Simón si quiere. Si observamos las conductas particulares, entre banderas preconstitucionales, el desprecio a las víctimas, la prerrogativa partidista como única moneda de cambio posible y la facilidad con que algo tan sencillo como guardar las distancias de seguridad o ponerse una mascarilla se considera una afrenta, no hay más remedio que concluir que esta hermosa ciudad, bendecida por el sol y el mar, constituye la más fidedigna representación del infierno. Huyamos. 

Si observamos las conductas particulares, no hay más remedio que concluir que esta hermosa ciudad constituye la más digna representación del infierno. Huyamos

A la hora de lucir mascarilla, cada cual presume de estilo. A la hora de lucir mascarilla, cada cual presume de estilo.

A la hora de lucir mascarilla, cada cual presume de estilo. / Javier Albiñana (Málaga)

Sin embargo, Málaga es al mismo tiempo otra ciudad. La que queda cuando amplías el objetivo del caso particular al plano general. Desde ahí, la perspectiva es muy distinta. Un paseo puede bastar para que salgan al paso agentes de la resistencia como el señor que presumía de no llevar mascarilla, pero lo que traes de vuelta a casa es mucho más. Y es que sólo se puede concluir que la mayoría de la gente actúa con la debida discreción, presta atención al otro, respeta las medidas de seguridad, se muestra amable en los cruces y deja paso a quien viene de frente. En una terraza llamara siempre más la atención quien decide hacer el ganso, pero son más, todavía, quienes vigilan los espacios para no invadir peligrosamente el del vecino. Las estampas de Pedregalejo inspiran una enorme vergüenza, es cierto; pero no por eso dejan de constituir una excepción. La impresión general en los barrios es mucho más cauta y hasta cierto punto temerosa. Por no hablar de la cantidad de gente que, por propia voluntad, y en virtud de ese maravilloso don llamado responsabilidad personal, ha decidido mantener los parámetros propios de la Fase 0 en la mayoría de sus actividades. Se da aquí una paradoja curiosa: quien se pasa el respeto al otro por el forro hace general mucho ruido, va por ahí dando cacerolazos, se hace notar en las redes y en la calle, hace aspavientos, como el hombre del primer párrafo, con lo que parece parte de una mayoría; mientras que quien se limita a atenerse a lo que hay y a hacer más fácil la vida a los demás y a sí mismo, lo que al cabo resulta sencillísimo, queda inadvertido entre la muchedumbre y sólo se deja notar por pequeños matices para cuya percepción hay que estar bien entrenado. Claro, alguien que se limita a hacer lo correcto difícilmente va a dar un buen titular. Pero son ellos, los que han hecho gala de la mayor responsabilidad, con toda la paciencia, poniendo de su parte a veces hasta el sacrificio personal, voten al PP o al PSOE, sean de izquierdas o de derechas, los que han impedido un desastre que pudo haber sido mucho más nefasto. Con la posibilidad de un rebrote a la vuelta del verano, convendrá no olvidarlo. 

Comprenderán, entonces, que a pesar de todo opte por esta segunda Málaga. La anónima, la que menos cuenta. La que no se lleva tanto las manos a la cabeza, la que deja la indignación para otro día (contrariamente al pelma de Stéphane Hessel, prefiero la máxima de Dario Fo: "La indignación es el último recurso de los cretinos"), la que tiene un detalle con el vecino, la que se lo piensa dos veces antes de decir algo, la que mide las consecuencias de sus actos, la que se guarda las banderas en casa, la que se cuida mucho de emplear símbolos que deberían unir a todos como armas arrojadizas contra los adversarios, la que sonríe cuando le sostienes la puerta, la que pone bonito el portal, la que alaba el mérito ajeno, la que hace uso de su criterio sin menoscabar el del otro. Esta desescalada nos ha mostrado ya dos ciudades ante nosotros sin salir de Málaga. Corresponde a cada cual, como siempre, escoger la que prefiera.   

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios