Desescalada en Málaga

Málaga: el nombre de la nostalgia

  • Piensa uno en lo que echa de menos y de pronto alguien, en la calle, dice la palabra exacta

  • Y sin embargo, con qué recelo se incorpora la ciudad a la Fase 1, cuánto temor a una regresión en este sendero de cristal

Guantes para que tampoco el contacto nos contagie a través del móvil.

Guantes para que tampoco el contacto nos contagie a través del móvil. / Javier Albiñana (Málaga)

Es un día gris y tontorrón en una Plaza de la Merced de contrastes y claroscuros, con rayos de sol que se filtran de pronto entre nubes y árboles. La primavera reclama lo que es suyo, pero la plaza está vacía, o casi, y en esta coyuntura la primavera es decididamente otra, como en una versión alternativa imaginada a destiempo. Una mujer cruza la plaza en solitaria avanzadilla. Lleva un carrito de la compra, una mascarilla que oculta sus rasgos y su edad y una larga trenza de canas que conjuga de forma evocadora con su espalda delgada y huesuda. Desde el flanco Oeste y a su encuentro llega otra mujer, más joven, tal vez, o quién sabe, sin nada en las manos, indumentaria al uso, unos vaqueros rotos y una camiseta vieja a conciencia, mascarilla farmacéutica y melena desordenada. Las dos caminan como en litigio por ver quién llega antes al monumento a Torrijos, pero entonces sucede el milagro: se reconocen. Ya es extraño reconocer a alguien cuando vamos así por la calle, con la cara tapada, como si hubiésemos sido inculpados por algún delito vergonzoso, pero más extraño aún es advertir que alguien reconoce a otro alguien en plena calle, como con cierto a desfase, sí, se conocen y ahora se han reconocido, que no es lo mismo. Y después de meses de separación, de no verse, de no tocarse, del límite estricto del wasap y de la ensoñación con el momento del reencuentro, este advenimiento resulta agridulce en extremo: las mujeres se acercan a la vez que refrenan el impulso de abrazarse, abren las palmas de sus manos con efusividad, en un gesto de darse, soy yo, estoy aquí, mientras entornan un tanto los ojos en singular y a la vez inconfundible expresión de alegría. Se despliega entonces el ritual de siempre, cómo estáis, y la familia, y el chico, y la abuela, todos bien, gracias a Dios, hay que ver, qué ganas de que pase esto ya de una vez, pero mira cuánta gente lo está pasando mal, y lo que nos queda. "Ay, yo echo de menos poder salir y tomarme una cervecita, darme un paseo tranquila, salir con los niños sin pensar que vayamos a pillar nada malo, ir al cine... muchas cosas", dice la más joven, a lo que responde la mujer de la trenza: "Pues yo echo de menos la calle, el ambiente, la gente... ¡yo echo de menos Málaga!" Y sí, justo, nadie lo había expresado con tanta claridad: si la tragedia no ha ido a mayores, si nuestra familia y nuestros amigos están bien, lo que echamos de menos es Málaga. Así de claro.

Aviso a navegantes: sí se puede. Aviso a navegantes: sí se puede.

Aviso a navegantes: sí se puede. / Javier Albiñana (Málaga)

Porque, seguramente, esta nostalgia nos da una medida más exacta de lo que es Málaga, de lo que significa para cada uno. Como animales de costumbres, lo que nos saca de nuestras casillas es ver pulverizada nuestra rutina, nuestra raíz cotidiana, la mansedumbre inconsciente en la que nos afirmamos. Pero la mayor virtud de Málaga es el modo en que convierte esas rutinas en prodigios. No sé usted, lector, pero yo no echo de menos la Málaga de los rascacielos, ni la del Málaga Valley, ni la que se promociona a lo grande en Fitur y en la World Travel Market, ni la Capital de la Cultura, del Deporte y la Gastronomía, ni la que sale en la portada de The New York Times y The Guardian, ni el escenario internacional de rodajes para series de Netflix, ni la de la Exposición Universal de las Ciudades Sostenibles, ni la Ciudad de los Museos, ni la marca de las marcas, ni el alumbrado navideño definitivo, ni la punta de lanza, ni la perla de Oriente, ni la Málaga más pujante, ni el objeto de inversiones cataríes, ni la que más destaca, ni la que no quiere ver la Junta de Andalucía, ni la que se lo merece todo, ni la de la mayor Feria del hemisferio Norte, ni la que debió acoger los Juegos Olímpicos, ni la que mejor se vende, ni la que mejor se compra, ni la que ve guindas del pastel en cada pequeña conquista, ni la que cotiza más alto, ni la primera en los escalafones. No, yo echo de menos saludar a Paco, mi quiosquero, sin mascarillas de por medio y luego tomar un café en el Samoa. Echo de menos poder pasear con Estrella bajo las jacarandas del Jardín de los Monos sin tener que estar pendiente de que el tipo aquel que viene por ahí se me acerca a menos de dos metros. Echo de menos comprar flores en el vivero y comprar el pan del día, no con reservas para una semana. Echo de menos el sol en Pedregalejo en esta época del año. Echo de menos el ambientillo en las colas del Cine Albéniz y el impulso de sacar la entrada cuando ves el cartel de tal película. Echo de menos que El Vena me llame la atención cuando me lo encuentro en Lagunillas para avisarme de que en el centro hay poca gente hoy, está la cosa regular. Echo de menos a la cajera que vuelve a a la oficina del banco con un café casi a la misma hora a la que yo voy a la redacción. Echo de menos saludar al personal del restaurante La Romántica y que me den las buenas noches cuando vuelvo a casa. Echo de menos a la abuela que sale cada mañana de la iglesia de los Mártires justo cuando llego desde la calle Comedias. Echo de menos encontrarme por ahí a José Antonio Ruiz de Luces y que se pare a recomendarme tal libro. Echo de menos encontrarme, si enfilo por la calle Compañía, con Andrés, del Ateneo, o con Pepe Ponce, y pararnos a hablar un rato de cualquier noticia leída en el periódico. Sigo echando de menos, maldita sea, y lo que durará todavía, encontrarme con Eugenio Chicano en Cristo de la Epidemia y que se nos vaya el santo al cielo hablando de lo divino y lo humano hasta que caemos en la cuenta de la hora que es. Echo de menos ir a desayunar a Ávila, en el carril de la Chupa, y dar una vuelta luego por la Misericordia un domingo cualquiera. Echo de menos todo lo que cantaba Lou Reed en Perfect day pero traído aquí, a esta Málaga, la de los malagueños. No la de los farolillos, ni la de los escaparates. Ni mucho menos, y que Dios me perdone, la de las terrazas extendidas a mayor gloria de la masificación turística.

Café para llevar en Sueños. Café para llevar en Sueños.

Café para llevar en Sueños. / Javier Albiñana (Málaga)

Invitaba Juan de Mairena a no ser como los necios que confunden valor y precio. Y hay que reconocer hasta qué punto su advertencia tiene sentido en esta Málaga que se disponer a volver a la Fase 1, con la que muchas de estas ausencias podrán ser recuperadas. Eso sí, conviene no dejarse llevar por el entusiasmo: el camino a la Nueva Normalidad está hecho de cristal y la regresión sale a devolver, así que no estará de más mantener la Fase 0 a modo de convicción personal, al menos durante un tiempo, con tal de no echar a perder lo ya logrado. Tiene también su aquél que la llegada a la Fase 1 coincida con el feliz regreso de Francisco de la Torre a la Alcaldía y a las riendas de la ciudad. Volverán, claro, a lucir en la mesa los planes para hacer de Málaga una city financiera ante la que las demás ciudades palidezcan de envidia. Y está bien que así sea, supongo: seguiremos escuchando cantos de sirena, leyendo titulares, atisbando tentaciones en el desierto y creyéndonos la repanocha, pero un servidor, y sospecho que tal vez tres o cuatro incautos más, sabemos ya de qué va todo esto porque hemos tenido la oportunidad de echarlo de menos y de hacer cuentas de la nostalgia. En Málaga, por muy hermoso que luzca el Cautivo en la Trinidad, la procesión va por dentro. Se conserva casi a escondidas, de manera discreta, como una confesión luterana o islámica en la Castilla contrarreformista. Quién nos iba a decir que Málaga iba a ser en el siglo XXI una mano tendida al humanismo con todo un río hecho unos zorros, pero así es: la identidad de la Málaga menos promocionada es sosegada y tranquila. Huye de los manifiestos y de la ostentación. Pero precisamente en esa quietud se sabe reforzada y resiste.

La identidad de la Málaga menos promocionada es sosegada y tranquila. Huye de los manifiestos y de la ostentación

O, quién sabe: a lo mejor algún día la ciudad decide dirigir sus decisiones más trascendentes a esa otra Málaga del apretón de manos, del trabajo y la polémica en la barra del bar, y relaja todo el empeño puesto en la Málaga que juega en la Champions, que se palmotea las espaldas, que presume de comer cada jueves con don Fulano de tal. Igual un año de éstos llega la oportunidad de esa Málaga que no cuenta en las altas instancias, la que ve sus barrios caer a pedazos, la que se rebela una mañana y se conforma la siguiente. A lo mejor, en un renuncio cualquiera, se trata de poner Málaga bonita para todo el mundo, para los que viven aquí y para los que quieran venir a verla, no para salir en el próximo ranking. De que todos esos pequeños prodigios que constituyen la Málaga que amamos tengan el protagonismo y el mimo que merecen. Quién sabe.     

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