calle larios

Érase una vez la calle Larios

  • A costa de ganar un escaparate, Málaga ha perdido una calle

  • La más emblemática de su última gran transformación, de hecho

  • Lo peor es que todo huele a secuestro premeditado

Una paradoja: quizá en un clima más húmedo, bajo la lluvia y el cielo gris, la calle Larios sea más visible. Los escaparates mojados cunden menos.

Una paradoja: quizá en un clima más húmedo, bajo la lluvia y el cielo gris, la calle Larios sea más visible. Los escaparates mojados cunden menos. / jesús mérida

Y resultó, hace una porrada de años, cuando aún había cosas cuyos nombres desconocíamos y para referirnos a ellas teníamos que señalarlas con el dedo, que la calle Larios, recién peatonalizada, era un lugar bellísimo, un enclave en el que apetecía estar sin más, con una arquitectura detenida en varios tiempos, un paisaje urbano digno de algunas ciudades que conocíamos y que, al fin, podíamos recibir y celebrar como propio. En aquella calle Larios recuperada, nueva al cabo, distinta a todo lo que habíamos visto, podíamos mirar hacia arriba sin miedo a ser atropellados y reparar en cómo el cielo buscaba su sitio, en la calidad de la luz que se filtraba en las fachadas, en el señorío de los ventanales y balcones, como un regalo brindado a diario desde una Plaza de la Constitución también ganada al paso y al caminante. Hubo quien reclamó el derrumbe de la Equitativa para que la contemplación fuese ya absoluta, hagámosla perfecta, pero no, vayamos con cuidado, bien está, a veces, lo que bien empieza. Y así encontró el peatón pascueros en las farolas, bancos (algunos) para sentarse, mármoles en los trazados y una extensión propicia al sosiego, a una Málaga soñada. La calle Larios se convirtió en el salón de todos, en la habitación cargada de historia y de razones donde con más facilidad podíamos reconocernos como ciudadanos. Lo que no podíamos sospechar entonces era lo poco que iba a durarnos el caramelo: tan hermosa quedó la calle que urgía que dejara de serlo para transformarla en un escaparate. Hace ya algunas semanas, recién apartados los toldos patrocinados por una marca cervecera, con el regusto aún duradero de la Feria, su portada, su jaleo y su ocupación, comenzó el proceso de instalación del alumbrado navideño, ese castillo mastodóntico con el que Teresa Porras ganó la atención del planeta. El armazón lleva ya en su sitio varios días y los operarios trabajan cada jornada en la instalación de los miles de puntos de luz que prenderán desde finales de noviembre, cuando ya lleven tanto tiempo ahí puestos que resulte ridículo pretender una inauguración. Cuando terminen las fiestas, ya saben, todo seguirá en su sitio: a cuenta de un discreto remozado, el mismo túnel lumínico, desde el que no se puede ver nada, desde cuyas tripas la calle Larios evoca un sueño arrebatado, servirá para celebrar el Carnaval. Y entonces sí, quitarán el alumbrado, cuando haya estado puesto unos cinco meses en los que habrá ejercido su función de barrera, de parapeto, de aislante sustituto de la urbe. Y de inmediato comenzará la instalación de las gradas y tribunas de la Semana Santa, en la que la calle Larios, tocada con su nostalgia primaveral centroeuropea, servirá de escenario a tronos y procesiones. Apenas terminada llegará el turno del Festival de Cine con su correspondiente alfombra roja y sus concesionarios automovilísticos, pero mientras tanto acamparán pasarelas de moda, los altares del Corpus, el continuo flujo de exposiciones y mil y un atractivos comerciales con sus stands variopintos, hasta que llegado el verano regresen los toldos aniquiladores del paisaje y, poco después, la Feria.

Es saludable que en una ciudad tanta gente arda en deseos de mostrar lo que hace, aunque sea con intención de venderlo. Y es lógico que a tal efecto la ciudad en cuestión preste su mejor escaparate. El problema es que, llegados a este punto, ya sólo tenemos escaparate: la ciudad desapareció justo cuando creíamos que la habíamos recuperado. Seguramente, para que todo funcionara bien había convertir la calle Larios en la gallina de los huevos de oro y exprimirla hasta la saciedad, convertirla en un reclamo turístico hasta las heces. La pena es que, a cambio, no se percibe que digamos una política que atienda a quien simplemente desea pasear por aquí un domingo, por más que se haya pagado semejante lujo con sus impuestos. No, la calle Larios es una invitación a la ciudadanía, pero Málaga no quiere ciudadanos, sino consumidores. Y algo por consumir queda, parece, todavía.

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