Málaga

La Feria que no fue: apuntes a la propina

  • La jornada extra de Feria de ayer se resolvió con algo que no parecía Feria, fantasmagórico y descafeinado, en el Centro y el Real

  • Respecto a los balances, cabe tener cuenta lo que no es Feria

Pues aunque aquella señora se empeñara en seguir bailando sevillanas en Liborio García cuando ya no quedaba nadie, con su floripondio verde y su bata de cola, la de ayer no fue exactamente una última jornada de Feria, sino un remedo, un placebo, un espejismo, un tributo si quieren a lo que la fiesta dio de sí hasta el sábado. La propina ocasionada por la festividad local de hoy pilló ayer a destiempo a buena parte de los visitantes nacionales, que emprendían la retirada hasta el año que viene (el ir y venir de maletas en hoteles y apartamentos turísticos se mantuvo álgido hasta el mediodía), por no hablar de los internacionales, que también tenían señalados para el domingo sus vuelos de regreso. Y en cuanto a los locales, bueno, puede suceder, y que Dios nos perdone, que después de diez días de jolgorio a tope algún que otro malagueño esté cansado de Feria. Si hay agua líquida en Marte, ¿por qué no iba a haber malagueños hartos de sevillanas, Cartojal, El anillo pa cuando, coches de caballos y todo el abanico folclórico-festivo propio de este tiempo? Lo curioso es que fue ayer cuando quedó bien demostrado que si quitas el elemento turístico la Feria del Centro se queda en nada, lo que sí es una pena: mientras Los Canallas le metían mano a Twist & Shout en una Plaza de la Merced vacía delante de una docena de incondicionales que seguían teniendo ganas de bailar, era apenas una pandillita la que disfrutaba el arte al estilo Almogía de La Panda El Capitán en la calle Larios. Por la Plaza de la Constitución se podía transitar tranquilamente incluso cuando Pebbles & Covernícolas le daban más caña a su repertorio roquero, que ya es decir. La llegada de los operarios de Limasa a la misma portada de la Feria tuvo un aire nostálgico, como de relato soñado, de presencia fantasmagórica sólo sugerida, ni siquiera manifiesta, a lo Henry James. En la Plaza de Uncibay, mientras tanto, y hasta bien entrada la noche, el ambiente se exhibía notablemente más tranquilo y reposado, con algunos acólitos del botellón empeñados en cortar las dos orejas y el rabo pero sin demasiadas estridencias, más allá de la certeza de que tendrán que transcurrir varios días de fregoteo para que el firme deje de estar pegajoso, el olor a agrio quede disuelto y no quede rastro de los detritus orgánicos distribuidos a mansalva desde la noche de los fuegos en esquinas, portales, jardineras y rincones insospechados. En el Real el clima fue también de cierto sosiego, aunque la ilusión de los más pequeños por los carricoches siempre lo engrace todo. Resultaba por lo demás extraño encontrarse cerrado el Rincón Cubano, como leña añadida al parecido del entorno con las aldeas del Far West en las películas de John Ford: la Feria representaba más bien una cuestión de arqueólogos, o de exploradores espaciales que hubieran encontrado restos de una antigua civilización en cualquier planeta perdido. De modo que si alguien quiso ayer Feria, pero Feria como Dios manda, no la encontró y tuvo que montársela por su cuenta. La, según el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, "mejor Feria de la Historia" (pongámoslo así, en mayúscula; qué misteriosa afirmación, ¿cómo será, cuál habrá sido la mejor barbacoa de la Historia, el mejor baile por sevillanas de la Historia, el mejor Día de Todos los Santos de la Historia, la mejor jornada de pesca de la Historia?) terminó con poca Feria y con menos Historia, lo que por otra parte resultaba previsible. El ánimo imperante era más bien el de descansar un poco antes de recomponer los trozos para que este cuerpo de ciudad vuelva a echar a andar. Qué terrible, a estas alturas, resuena en la conciencia la palabra normalidad.

La propina del día extra se quedó por tanto en eso, en limosna de la que ni su beneficiario echa cuentas comparada con todo lo que ha dado de sí la Feria de Málaga este año. En su balance, De la Torre desplegó ayer su tono triunfalista con motivos, ya que un 91% de ocupación hotelera es una buena noticia para todo el mundo y un argumento de peso a la evidencia de que sólo cabe cambiar esta Feria a mejor. Sobre el asunto de la convivencia respecto a la Feria del Centro pasó más bien de puntillas, garantizando en todo caso su compromiso con la misma con vistas a posibles cambios que podrían comenzar a darse el año que viene: esencialmente, una mayor gestión de los espacios por parte de los hosteleros, la sustitución de las casetas de la Plaza de la Constitución por un gran escenario y la proyección de conciertos en las plazas con más enclaves ganados a la causa. Y lo cierto es que, de entrada, las tres medidas resultan razonables por cuanto procuran reforzar cuanto de bueno tiene la Feria del Centro, que es mucho. Pero otra cosa es que esta orientación favorezca realmente la convivencia de la Feria con los vecinos del centro (especialmente) y con quienes acuden a diario al mismo a trabajar o a hacer lo que le venga en gana, porque los problemas de convivencia, que existen, son reales y están bien delimitados y contrastados (tal y como ha contado este periódico, textual y gráficamente) no dependen tanto de la Feria del Centro sino de todo lo que ésta acarrea. La fiesta genera una incomodidad inevitable que se acepta al igual que en otras efemérides como la Semana Santa: en determinados días, a cuenta de determinados atractivos, Málaga genera unos ingresos notables y si a cambio hay que dejar el coche aparcado, dar un rodeo para llegar a algún sitio, aguantar apretones para llegar a casa, dormir un poco menos o encontrarse la acera más sucia, pues se hace y listos. El problema, insisto, no es la Feria del Centro, sino lo que quienes conviven a este lado tienen que soportar cuando teóricamente la Feria del Centro ya se ha acabado. Y es entonces cuando surgen dudas que hasta ahora ni el alcalde ni nadie ha sabido despejar: ¿Qué gana Málaga con que desde Uncibay hasta la calle Frailes pasando por la Merced (cuya acotación diaria no sirve de mucho cuando se puede montar el botellón en San Juan de Letrán y sus aledaños) todo quede invariablemente cubierto por un río de alcohol, botellas rotas y despojos diversos? ¿Qué ganan los vecinos a cambio de que los participantes en esto que ya no es la Feria del Centro orinen en la calle, vomiten, destrocen el mobiliario público, protagonicen peleas multitudinarias y creen un clima de inseguridad que tienen que soportar no sólo feriantes de bien, sino quienes viven aquí o deben atravesar sin remedio esta zona cada noche para volver a sus casas? Esto no es la incomodidad por la Feria del Centro, sino algo muy distinto. No se trata de que una charanga no deje dormir la siesta, sino de tener que fregar cada mañana los charcos de orina o de tener que aguantar al bajar la basura el vocerío o las manos demasiado largas de un tipo que lleva todavía el calimocho en la mano, cuando existe una normativa municipal que prohibe expresamente el consumo de alcohol en la calle y que, entonces, debería aplicarse cuando termine la Feria del Centro, ya sea a las 18:00 o las 19:00. La Feria también es política. Y a veces, ay, requiere de cierto coraje.

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