calle larios

Pavana para un Domingo de Ramos

  • El trecho que toca andar a partir de ahora es una cuestión de memoria, y ahí cada cual se las ve y se las desea

  • Si no, nada de esto tendría sentido

  • Las ciudades, eso sí, también son olvido

Conviene hacer guardia y esperar la procesión de la Pollinica con suficiente antelación. ¿Turista o viajero?

Conviene hacer guardia y esperar la procesión de la Pollinica con suficiente antelación. ¿Turista o viajero? / javier albiñana

Contaba el otro día Antonio Banderas que su relación con Málaga está cada vez más asentada en el recuerdo. Y que por eso le gusta tanto la Semana Santa: en cada procesión, la memoria regresa revestida de emociones, de aromas, de calles intactas, de sensaciones que evocan la figura del padre, de un hermano o de un amigo, aquella primavera de nuestra infancia. A mí no me gusta la Semana Santa tanto como a Banderas, pero sí creo que la experiencia individual y la construcción de la personalidad son, en gran medida, una cuestión de memoria; esto es, de todo lo que, voluntariamente o no, recordamos por una parte y olvidamos por otra. Del mismo modo, las ciudades en las que vivimos, trabajamos, nos enfrentamos a los monstruos cotidianos y salimos a pasear con nuestros hijos constituyen también una materia más próxima a la memoria que al registro sensorial: cada vez que pasamos por una de nuestras calles habituales estamos pasando por todas y cada una de las calles que esa misma vía ha sido para nosotros desde la primera vez que pusimos el pie en ella. Y si acaso llegamos a una calle, plaza o parque por primera vez, en alguna ciudad que no sea la nuestra, podemos distinguir entre el viajero y el turista gracias, de nuevo, a la memoria: el primero encontrará de inmediato un vínculo emocional entre el rincón recién descubierto y los paisajes urbanos que su recuerdo atesora; para el segundo, todo será nuevo sin más y por ello ajeno, fácilmente olvidable. A menudo sucede esto mismo en dirección contraria: alguna vez he ido por la calle Alcazabilla, por ejemplo, y por más empeño que he puesto no he recordado la sensación de conducir por ella. Si alguna vez no hubo un túnel junto la Alcazaba que conectara con el Paseo de Reding, ¿qué había entonces? Hasta que no perfilo la composición de lugar exacta, el olvido me convierte en un extranjero. Pero seguramente olvidamos no tanto lo prescindible sino lo que por la razón que sea queremos olvidar, y aquí las ciudades se parecen a las personas. Perdonen ustedes la tabarra, pero hoy es Domingo de Ramos. Y sí, es verdad, nunca me ha gustado la Semana Santa como a Antonio Banderas y, además, he vivido aquí siempre; pero un día como hoy está ligado a lo que este mismo día dio de sí antes, en una infancia llena de ilusiones, en una adolescencia acomplejada e ingenua, en una juventud tan reforzada por lo conseguido como maltrecha por lo que ya no podría conseguirse. El Domingo de Ramos es memoria. Y así debe ser. Si no, nada de esto tendría sentido.

He olvidado aromas, nombres, paisajes. También presencias, manos que me guiaban entre las calles atestadas que no eran la de mi padre. No recuerdo qué ropa me pusieron ni la edad que tenía, seguramente andaba entre los seis y los ocho años. He olvidado lo que hice antes y después, si quería estar allí o prefería encontrarme en otra parte (en algún momento me sentí cansado, nada más). He olvidado cómo eran algunas calles, la dirección del tráfico, la morfología exacta del entorno de la Catedral, las tiendas que debían estar cerradas, la mayoría de los bares. Pero recuerdo cosas. Recuerdo el sol (no sé si lloverá hoy; entonces no lo hacía), brillante, pleno, magnífico, y los haces de luz que se filtraban en los jardines de la calle Cister. Recuerdo que me asustaba el tumulto y sobre todo la sensación de no ver nada más que espaldas a mi alrededor. Recuerdo que comía algo, tal vez un algodón de azúcar. Y que llevaba en la mano una rama de olivo, no sé quién me la puso, pero allí estaba, conmigo. Recuerdo que alguien me pisó y me quedé parado, alelado, sin abrir la boca y sin quejarme. Recuerdo ver de lejos a la Pollinica, sin enterarme de mucho. Los nazarenos me daban miedo con sus rostros cubiertos. Veía que otros niños se acercaban a coger cera de los cirios para amasarla en sus bolas, me daban envidia, quería ser así de resuelto y espabilado. Recuerdo que mi padre me empujaba para que yo hiciera lo mismo pero yo oponía resistencia. Aquel espectáculo me aterraba y me fascinaba al mismo tiempo. Recuerdo que después fuimos a Casa Luna, en la calle Granada. Que pedí un zumo y nos pusieron altramuces. Que allí me dolían los pies. Que la luz seguía llenándolo todo y por primera vez fui consciente de la primavera. Es todo lo queda de mi primer Domingo de Ramos. No es mucho. Menos quedará, incluso, de los que aún nos quedan por vivir.

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