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Tan antigua, tan moderna

  • En su discurso de hace unos días en el Pompidou, el Rey Felipe VI llamó la atención sobre la verdadera paradoja de Málaga

  • Otra cosa es que resulte incómoda, o que le saquemos provecho

Los gatos del Teatro Romano sí que saben de qué va esto de la modernidad bien entendida y la antigüedad bien llevada.

Los gatos del Teatro Romano sí que saben de qué va esto de la modernidad bien entendida y la antigüedad bien llevada. / javier albiñana

En su formidable discurso del pasado martes en el Centro Pompidou, durante la entrega de las Medallas de Oro de las Bellas Artes, el Rey de España, Felipe VI, demostró que nos tiene bien calados al afirmar lo siguiente: "Málaga esconde una admirable paradoja: la de ser una de las ciudades más antiguas de Europa y al tiempo una de las más modernas". Tan sencilla fórmula basta para describir la urbe y, más aún, para identificar sus problemas. Quizá cabría sugerir, con todo el respeto, una pequeña corrección: en Málaga esa paradoja no está oculta, sino que se manifiesta en todo su esplendor a diario. Y es ahí, en ese tira y afloja entre lo que somos y lo que queremos ser, donde nos encontramos (en relación con el síndrome bipolar de las llamadas personas creativas; las ciudades también pueden serlo, de hecho, con los mismos beneficios y los mismos riesgos). Lo de que Málaga sea una ciudad antigua no entra en discusión: el eje urbano crecido alrededor de la fundación fenicia en lo que hoy sería la calle Alcazabilla (más o menos) tiene ya a sus espaldas unos dos mil seiscientos años, pero si echamos cuenta de las comunidades que anidaron en el Cerro del Villar y otras áreas en los márgenes del Guadalhorce podríamos remontarnos a cerca de tres mil. El asunto de la modernidad podría ser materia de debate, pero sí es cierto que, tras una depresión económica prolongada durante centurias desde la Reconquista, y tras el parón radical que significó la Guerra Civil a sus aspiraciones industriales, Málaga comenzó a alentar ya desde mediados del siglo pasado un hálito cosmopolita que bien puede pasar por convención de modernidad, con agentes como el Torremolinos de antaño y los museos del presente, por no hablar de las diversas cuadrillas de artistas y creadores que, fuera de las esferas centralistas capitalinas, han desarrollado en las últimas décadas un sabor propio para la cultura en esta orilla. Mención aparte merecerían algunas consideraciones sobre el modo en que esta modernidad se ha sustentado más en una impostura que en una vocación real y sobre cómo algunos episodios notables se han ido al garete cuando sus protagonistas han acudido a garantizarse su trozo de la tarta en lugar de la continuidad de un determinado proyecto cultural. Pero bueno, sí, admitamos la mayor: Málaga es una ciudad muy antigua y, a la vez, muy moderna. Lo importante del mensaje del Rey, sin embargo, no es tanto el reconocimiento de lo uno y lo otro sino la paradoja. Es decir, las razones por las que una identidad se sostiene a pesar de la otra. Y es que sí, es verdad, paradoja habemus; pero no tendría por qué haberla. Son muchas las ciudades europeas que no sólo hacen gala de esta doble dirección sino que además le sacan buen provecho, porque por lo general este tipo de combinados resultan atractivos a turistas, visitantes y consumidores muy distintos; y porque, sin paradoja que valga, las ciudades europeas que han proyectado de sí mismas con más acierto una imagen de modernidad y de innovación son a menudo las mismas que con más vehemencia han difundido su abultado patrimonio histórico. Es decir, lo nuevo y lo viejo no son excluyentes; al contrario, casan de lo lindo.

En Málaga, sin embargo, la historia es otra. La paradoja abunda porque la modernidad ha venido a implantarse (con un rango demasiado deudor de la oficialidad, pero, de nuevo, ésa es materia para otro artículo) dejando absolutamente de lado la identidad histórica de Málaga, renunciando a cualquier diálogo con los valores culturales acumulados a lo largo de los siglos y haciendo borrón y cuenta nueva con demasiada alegría. Fueron reveladoras las palabras del alcalde, Francisco de la Torre, cuando afirmó en su día que no puede inventarse un patrimonio, pero sí otras cosas para hacer de Málaga una ciudad atractiva al turismo. Bien, es verdad que nuestro patrimonio histórico y arqueológico es aquí menos lustroso que el de otras ciudades cercanas; pero sí tenemos memoria, o la que nos queda, muy a pesar de la eliminación en eso que todavía llaman Centro Histórico (esto sí que es una paradoja) de las señales que la alentaban, en favor de la uniformidad marca Disney y del renombramiento impune de calles y plazas. Más paradoja: para alentar la memoria ya sólo nos queda otro museo que lleva abierto cuatro días y al que la Junta parece haber dejado a su suerte. Mientras tanto, somos más modernos que OT. Un espectáculo. Por ahí van los tiros.

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