Calle Larios

Alegato por una distancia indefinida

  • Con la vacuna a la vuelta de la esquina, parece vislumbrarse el momento en que volveremos a abrazarnos y arrimarnos al prójimo 

  • Pero, un momento: ¿estamos completamente seguros?

El frío es en Málaga el mejor aliado para quienes aspiran a quitarse de en medio.

El frío es en Málaga el mejor aliado para quienes aspiran a quitarse de en medio. / Marilú Báez (Málaga)

Entro a uno de los muchos bazares orientales del barrio. Lo que comúnmente se conoce como un chino. En casa necesitamos un vuelcatortillas, ya saben, una bandeja de plástico que debidamente adosada a la sartén permite dar la vuelta a la tortilla sin derramamientos indeseables. Así que allá que voy a por uno. El pasillo de enseres de cocina daría para proteger la Abadía de Westminter de una invasión del Ejército Francés, pero tengo las instrucciones precisas y la certeza absoluta de que lo que busco se encuentra en este bosque de objetos metálicos, cubiertos, ensaladeras y cosas cuya utilidad, honestamente, desconozco. Alguien con más arrojo le preguntaría al encargado que repone la mercancía dos pasillos más allá dónde se encuentran exactamente los vuelcatortillas, pero quién ha dicho que tengamos que caer tan bajo. Creo bastarme por mí mismo, así que decido saltar sin red. El pasillo es estrecho y la exposición de productos abundante a ambos lados del corredor. Estoy tentado de llevarme a casa un almirez de los de toda la vida, pero reprimo las ganas y me concentro en la misión encomendada. La sección de tuppers es susceptible de hacer la competencia al antiguo Imperio Español: aquí tampoco debe ponerse nunca el sol. Hay utensilios destinados al cajón o a la barra para ser colgados, versiones de todo tipo de los tenedores corrientes, fundas de plástico para prácticamente cualquier herramienta acabada en punta, hueveros de fantasía, manteles como para cubrir a lo Christo el Muro de Berlín, relojes para medir el tiempo de cocción y una fuente idónea para pasteles con una Virgen del Carmen en la base. Pero ni rastro del vuelcatortillas. Doy varias vueltas al pasillo y empiezo a mostrar síntomas de hastío. Mi mente busca distracción y por primera vez presto atención al hilo musical: suena una deleznable deformidad reguetonera con un estribillo en el que dos palurdos repiten todo el rato “Borracha, pero buena muchacha”. Ahogado en la estrechez del pasillo, quiero saber qué dice el resto de la letra. Y encuentro una sarta de tópicos machistas que harían vomitar de asco a cualquier incauto con una mínima sensibilidad. Está claro: quiero irme de allí y me da igual el vuelcatortillas de las narices. Pero la rendición no entra en mis planes, así que sigo buscando.

A lo mejor aquella antisociabilidad no era más que la deseada sociabilidad electiva

De pronto, veo que una mujer que no debe tener mucho más de los treinta entra en el mismo pasillo. Lleva un moño cogido con pinzas en la misma cima de la cabeza, una minifalda animal print y zapatillas caseras con la cara de Cristiano Ronaldo. Le sigue de cerca la que debe ser su madre, una señora abnegada vestida con una bata que, como cantara Pepe Pinto, camina como una pavesa, ni gime ni suspira. Pero la heredera en cuestión reproduce entusiasmada bajo su mascarilla el abominable estribillo: “Borracha, pero buena muchacha”. Lo repite hasta decir basta mientras ejecuta una oscilación peligrosa en este pasillo a modo de baile. La presunta busca algo también y se me arrima sin pudor. Yo retrocedo unos pasos, me gustaría recordarle que hay que respetar la distancia de seguridad, hacerle caer en la cuenta, pero detesto hacer de policía indignado. Además, no serviría de nada. Ella sigue a lo suyo: “Borracha, pero buena muchacha”. Miro entonces al suelo. En el fondo de uno de los expositores están los vuelcatortillas del demonio. Los hay de todos los colores: verde limón, fucsia, violeta, rojo, azul celeste. Pillo el que me queda más a mano y corro a la caja mientas me embadurno las manos con gel hidroalcohólico.

Y entonces cabe preguntarse si con la adopción de la distancia de seguridad ante el riesgo de infección del coronavirus no habremos acometido la conquista social del siglo. Si, ante los pesados que se lían a empujar en cualquier cola como si así fuera a avanzar más rápido, los inconscientes que insisten en hablar a voces al móvil a nuestro lado cuando vamos en autobús, los guiris que se pasan de listos cuando vienen a celebrar sus despedidas de soltero y los que se abren paso de cualquier manera cuando van a comprar al chino, no tendremos al fin una solución de nuestra parte, un medio para advertir: quédate a dos metros de mí o, de lo contrario, morirás pasado mañana. A lo mejor esa antisociabilidad a lo finlandés que iba a traer la pandemia no es más que la luz verde a la ansiada sociabilidad electiva. Mejor que perdure, pues, la distancia de seguridad tras la vacuna. Por el bien de todos.

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