Calle Larios

Catálogo de pequeñas resistencias

  • El bullicio y la paradoja que atañen a Málaga en estas fechas quedan apenas nombrados, sugeridos, como un ensayo discreto

  • Y, sin embargo, ciertas esencias logran sobreponerse

Nada como un ‘selfie’ delante del Cautivo y la Trinidad para demostrar que fuimos a aquella ciudad del norte de África y sobrevivimos.

Nada como un ‘selfie’ delante del Cautivo y la Trinidad para demostrar que fuimos a aquella ciudad del norte de África y sobrevivimos. / Álvaro Cabrera (Málaga)

Una mujer y un hombre se detienen ante la puerta de una peluquería. Ella comienza a hablar con la peluquera, que atiende con toda la atención a una clienta, pero lo hace desde la calle, sin traspasar el umbral. La pareja forma un matrimonio de complicidad visible: ambos son ya de cierta edad, orondos, gitanos y con expresión limpia, humana, sin impostura ni prebendas. La mujer cuenta sus desventuras a la peluquera, aplicada con esmero en el tinte que aplica al cabello de la usuaria: “Ay, tengo mucho susto. Me han dado la cita la semana que viene para quitarme las piedras de la vesícula”. A lo que añade él, a espaldas de su parienta: “Yo estoy esperando a ver si las piedras son de oro”. Y los dos ríen entonces, en la puerta de aquella peluquería, con tal fuerza que la risa casi se deja ver bajo el camuflaje de la mascarilla. En la Trinidad, la misa del alba acabó hace ya un buen rato pero el gentío va y viene entre la Avenida de Barcelona y la plaza de la Aurora con incesante runrún. Nada del frenesí de los traslados prepandémicos, pero sí un goteo continuo de transeúntes guiados por diferentes instintos. En las terrazas de los bares abiertos no hay abasto para tanto chocolate con churros, aunque a estas horas la clase obrera se pide ya una cervecita. Hay gente que va al mercado, mujeres que traen flores, conversaciones varoniles en la esquina con el fútbol y el desempleo como argumentos esenciales, chavales que van canturreando a El Barrio y una expectación inquieta en San Pablo, como si la misa presidida por el obispo hubiera dejado un aura mágica digna aún de ser impregnada en observadores curiosos. Jesús Cautivo y la Virgen de la Trinidad, eso sí, están expuestos en la casa hermandad, y allá que van vecinos que no dudan en expresar vivamente su nostalgia por el traslado y la visita al Hospital Civil, incondicionales venidos de otros barrios, habitantes de los corralones que se limitan a persignarse en conmovedor silencio y guiris que no han visto una procesión en su vida pero a los que semejante despliegue delante de dos tallas les resulta ya de un exotismo insuperable. Este sábado de primavera previo al Domingo de Ramos vuelve a ser, como el año pasado, un aliento frustrado, una gota de miel en los labios, un incendio sofocado, algo así como un ensayo al que no seguirá el estreno. Sin embargo, la paradoja se alimenta de sí misma en una resistencia proverbial: la esencia de Málaga menos previsible, la que con más fortuna escapa de los moldes, marcas y de la mercancía a la que la ciudad accede a convertirse con tal de satisfacer a los traficantes, late todavía en estas manos, en estos ojos, en este bullicio apenas sugerido, promesa del estallido que habría sido en un día soleado, tan espléndido; del que será, tal vez, otro año.

En la Trinidad, el gentío va y viene entre la Avenida de Barcelona y la plaza de la Aurora con incesante runrún

Hay uno y mil mundos urbanísticos, sociales, económicos y hasta políticos entre el barrio y el centro. Sin embargo, el trayecto puede completarse a pie en diez minutos. Casi sin darnos cuenta estamos en la Tribuna de los Pobres y, a partir de aquí, la resistencia se transforma en ensimismamiento. Los bares y terrazas están llenos sin demasiada distancia de seguridad entre las mesas y con los salones interiores abarrotados. La cuarta ola saca así la pajita más larga, pero qué diantre, quién no va a jugársela con este sol que nos da el Señor. Hay niños vestidos como si ya fuese Domingo de Ramos, familias en embestida por una tarrina de helado en Casa Mira, olor a plancha en casi cualquier calle y cante por los Chunguitos a cambio de unas monedas. El respeto por el uso de las mascarillas es diverso: algunos creen ser tan guapos que consideran un crimen cubrirse el rostro. El ambiente es efervescente, pentecostal, políglota: si alguien dijese que estaba todo lleno de cruceristas, le habríamos creído. En la calle Larios, Vox celebra lo que ha convocado como una rueda de prensa y que no es más que un mitin puro y duro (aquí, especialmente, lo de las mascarillas es como para no tomárselo muy a pecho). Ortega Smith advierte de que el comunismo al que nos aboca este Gobierno no genera más que pobreza. Diez minutos después, a un tiro de piedra, en la terraza de un bar, un entusiasta vestido con camiseta del Málaga al que acaban de servir media de calamares dice exactamente lo mismo: “El comunismo no trae más que miseria”. A su lado, un cajero automático conserva los cartones de quien ha pasado allí la noche. Hay una pandemia sin resolver. No importa: Málaga muestra sus mejores galas. Y está bien bonita.

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