Calle Larios

Coartada para el reencuentro

  • Quién sabe si, ahora que hay menos gente en todas partes, lo que habitualmente queda en un segundo plano, invisible, ganará más atención

  • Incluidas las personas, los rostros, las historias

En las calles vacías, los que se quedan no cuentan gran cosa. Salvo para la fina frontera entre memoria y olvido.

En las calles vacías, los que se quedan no cuentan gran cosa. Salvo para la fina frontera entre memoria y olvido. / Javier Albiñana (Málaga)

Esta mañana hace más frío pero el paseo es agradable. Manuela y yo hemos desayunado en el centro y volvemos a casa. El camino de vuelta es agridulce: la ciudad luce un esplendor sereno, con la luz de otoño que mejor le sienta, aunque el desfile de comercios cerrados, miradas taciturnas y personajes que van y bien sin mucho que hacer y menos que ganar son los propios de una ciudad suspendida, desangelada, vendida a la próxima conquista. Decidimos sacudirnos el mal fario y comprar un cupón de la ONCE. A veces, un gesto tan sencillo basta para dar una pincelada de color al infortunio. Nos acercamos al puesto, en la calle Merced, nada más dejar atrás la plaza. Escogemos el número y comenzamos a hacer cábalas sobre el empleo que vamos a darle al dinero que nos toque. Me doy cuenta, entonces, de que el hombre que vende los cupones se me ha quedado mirando, con los ojos clavados en mí por encima de la mascarilla. De inmediato, su mirada me resulta familiar. Y entonces él rompe el hielo: “Tú estudiaste en el Colegio Virgen del Rocío, ¿verdad? En Carranque. Con don Alfonso y don Fermín”. “Pues claro”, le respondo. “Tú tocabas la guitarra, yo la flauta”, continúa, y yo hago todo lo posible para recordar su nombre, pero, maldita sea, no se me viene a la boca. Lo que sí invade mi cabeza es una imagen del aula del colegio al que íbamos a aprender música por las tardes gracias al empeño altruista y la generosidad de don Alfonso. Y allí estamos los dos, este vendedor de cupones de la ONCE y yo, hechos unos mequetrefes. “No estábamos en la misma clase”, recuerdo ahora en voz alta, “pero sí coincidíamos allí cuando íbamos a tocar”, completa él anticipándose. Ha llegado la hora de que digamos nuestros nombres. Él es Bernardo, yo Pablo. En otro tiempo nos habríamos dado la mano, tal vez un abrazo. Nos conformamos ahora con un ligero inclinar de cabeza y el brillo que cada uno advierte en los ojos del otro. Pienso después de separarnos en la cantidad de veces que nos habremos cruzado, aquí mismo o en otra parte, sin reconocernos, sin caer en la cuenta, reaccionando como se reacciona ante un desconocido por mucho que nuestros orígenes fuesen los mismos, muy a pesar de todo lo que pudiéramos compartir cuando el mundo se nos brindaba como un juguete a estrenar. Pienso en que habitualmente me inclino a considerar al que se cruza en mi camino como a un extraño, cuando a lo mejor compartimos una historia común y tal vez nos bastaría mirarnos a los ojos para caer en la cuenta. Las ciudades, al cabo, se definen por la posibilidad de que estos vínculos ocurran. Lo común es más corriente, o debería serlo, que lo ajeno.

En una ciudad anónima, que podría ser cualquiera, los nombres vuelven a tener sentido

Pero todo esto sigue una cierta lógica. No sé dónde vivirá Bernardo, pero, si los dos nos hubiéramos quedado en Carranque, seguro que nos habríamos seguido encontrando con frecuencia. El centro de Málaga, por el contrario, es habitualmente el lugar perfecto para sentirte un extraño en tu propia ciudad. Hasta ahora: la ausencia de turistas permite, en cierto modo, como si un telón enorme hubiera sido desplazado, prestar atención a los elementos que se quedan siempre en segundo plano, las razones discretas, las piezas invisibles. Y esto incluye a las personas, los rostros y las historias que se diluyen cada día entre la masa efímera, la que viene lo mismo que se va, la que no arraiga pero lo invade todo. Quién sabe si, a pesar de la tragedia, la estampa vacía del centro, el lugar al que seguimos volviendo y al que amamos, ofrezca ahora en bandeja la coartada perfecta para el reencuentro con lo que somos, con los que alguna vez fueron importantes para cada uno, los que transitan la fina frontera entre la memoria y el olvido. En una ciudad anónima, que podría ser cualquiera, ahora los nombres vuelven a tener sentido: Bernardo, Pablo. Es también agridulce saberse parte de lo que menos cuenta. Pero seguimos.

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