Calle Larios

Mascarillas en Málaga: pudo más la prudencia

  • En contraste claro con el ambiente nocturno del centro, la primera jornada sin obligación de llevar las mascarillas en espacios abiertos se saldó en Málaga con el uso generalizado de las mismas

Un 'selfie' para celebrar la liberación, con las mascarillas puestas o en la mano.

Un 'selfie' para celebrar la liberación, con las mascarillas puestas o en la mano. / Álvaro Cabrera (Málaga)

Es bien temprano aún, por la mañana, y en el Paseo Marítimo Pablo Ruiz Picasso desfilan los que han salido a correr y quienes, con menos ímpetu, se conforman con andar. Digamos que es razonablemente sencillo, en un entorno todavía vacío en su mayor extensión y con presencias sólo esporádicas, preservar la distancia de un metro y medio de seguridad. Sin embargo, prácticamente todas las personas que han venido a caminar lo hacen con la mascarilla puesta. Dentro de unas horas, cuando el perfil de paseantes se torne menos atlético, el uso de la mascarilla volverá a ser mayoritario. Todavía a primera hora, una mujer que debe andar por los cincuenta y se desplaza con quietud propia de nobles explica sus razones: "La verdad es que mi intención era llevarla en la mano y ponérmela cuando viera que hiciera falta. Pero a esta hora no hace calor todavía, así que, para no tener que estar acordándome todo el rato, me la dejo puesta y ya está". Poco más tarde, cuando los barrios emprenden la refriega habitual de un sábado, con las tiendas recién abiertas y los niños en pleno disfrute de sus recién comenzadas vacaciones, la tendencia será la misma, con los rostros descubiertos contados como excepciones. En una panadería de la Alameda de Capuchinos, una cliente habitual que ya trae el carrito lleno del súper comparte sus impresiones: "Si tengo que estar entrando y saliendo de sitios y quitándome y poniéndome la mascarilla cada vez, para eso prefiero dejármela y así no hay preocupación. Y tampoco voy a ir por la calle con una regla midiendo quién se queda a metro y medio y quién no". Si Leonard Cohen afirmaba que todo hombre tiene un motivo para traicionar a la revolución, en el primer día en que era posible prescindir de la mascarilla en espacios abiertos la respuesta mayoritaria, en un porcentaje muy elevado, fue la de dejársela puesta. Lo mismo podía decirse del centro: en el mediodía de este sábado, con las tiendas a rebosar y los turistas a su antojo, eran muchos más en la entoldada calle Larios los que decidían seguir con sus mascarillas en ristre, ya fueran nativos o visitantes, por más que no faltara quien celebrara la posibilidad de enseñar la boquita con un selfie a la altura. Un jubilado que paseaba a su perrito en la calle Nueva, con su panamá bien calzado y guayabera en sintonía caribeña, emitió su dictamen a un potencial compadre de dominó: "La gente tiene miedo o, por lo menos, ha aprendido a ser prudente". Y, sí, el paisaje resultante podía considerarse un tributo a la prudencia. Aunque seguramente las verdaderas razones tienen que ver con una normativa por parte del Gobierno dudosa, que al final deja toda la responsabilidad al respecto en manos de los ciudadanos. Y, aunque tal apelación a la madurez resulta loable, la ciudadanía, como los actores, suele preferir instrucciones precisas. Si esto iba de competitividad institucional Juanma Moreno puede adjudicarse el tanto. De momento, claro.

Conversación con mascarillas en la calle Larios. Conversación con mascarillas en la calle Larios.

Conversación con mascarillas en la calle Larios. / Álvaro Cabrera (Málaga)

Eso sí, esta unanimidad profiláctica exhibida el sábado contrastaba con el desmadre báquico que en la noche del viernes, como todas las noches desde que se acabó el toque de queda, se armó en las calles del centro, donde no había manera de ver una mascarilla en su sitio. Al cabo, ya me dirán: si ya es complicado mantener el equilibrio a partir del tercer cubata, a ver dónde puñeta ponemos la mascarilla mientras se bebe uno el cuarto. De hecho, ya desde la primera hora de la tarde de este sábado, a la propia del almuerzo, el uso de la misma se mostraba convenientemente más relajado en el mismo centro histórico. En lo que a la protección contra el coronavirus se refiere, Málaga mostraba así una imagen fidedigna de sí misma, en oscilación continua entre su calidad vecinal y cívica y su naturaleza de ciudad de vacaciones donde la normativa tiende a hacerse más laxa. Al cabo, no hacen falta mascarillas para consumir los nuevos gofres eróticos que despachan en Calderería en todo un monumento al turismo de calidad. Pero sí que resulta reseñable, en cualquier caso, el apogeo de los indecisos. Ya saben, los que llevan la mascarilla en el gaznate, ahora me la pongo, ahora me la quito, a tenor de que sea la hora del cigarrito o de la proximidad de un agente de la Policía Local con derrota en el haber de su equipo. Dado que siguen sin estar claras del todo las variables por las que la conducta al respecto sea o no digna de sanción, y dado que en Málaga se te instala al lado una muchedumbre en forma de despedida de soltero en un santiamén, lo mejor, parece, es llevarla así, en la papada, con lo que seguramente más de uno aprovechará para ocultar acumulaciones indeseables en maldita sea la parte. Los indecisos han estado ahí siempre, por más que en ni una sola ocasión haya confirmado Fernando Simón que la mascarilla en la nuez garantice la inmunidad; ahora, sin embargo, se ven legitimados, veis, si ya tenía yo razón, ya me dejo yo el tapabocas por aquí y me lo voy subiendo y bajando según yo vea. Dada la tendencia además de no pocos individuos a acumular el sudor vertido en el cuello, igual las autoridades sanitarias debían intervenir más allá de las razones estrictamente víricas.

Los enmascarados fueron más este sábado. Los enmascarados fueron más este sábado.

Los enmascarados fueron más este sábado. / Álvaro Cabrera (Málaga)

"Me parece que esto, José Luis, ya no nos lo quita nadie", decía otra señora a su susodicho en La Malagueta, acalorada y enfadada, mientras mantenía una verdadera lucha por ponerse la mascarilla como es debido sin hacerse polvo la permanente. Y, sí, tal vez tenía razón. Lo que quedó claro este sábado en una Málaga bendecida por la brisa fresquita como placaje divino a las altas temperaturas es que la mayor parte del personal no tiene ninguna prisa por quitársela. De manera que los empresarios que invirtieron en el negocio de las mascarillas pueden respirar tranquilos. También los feos, los adversos, los acomplejados, los raros, los impares y los que tienen granos podrán, podremos, continuar camuflando los motivos de la infamia todavía un poco más de tiempo. Las noticias contaban este sábado que la variante india del coronavirus la tenemos ya en Gibraltar, así que la prudencia, como cantara John Lennon, las tiene todas consigo para triunfar en estos días soleados. El hombre que iba pidiendo unas monedas a los guiris en la calle Nosquera con un gorro de reno de Santa Claus, el que hace lo mismo en la puerta de Mercadona y te cuenta a poco que te dejes engatusar cómo saltó la valla de Melilla, la mujer que se arrodilla en Cristo de la Epidemia a cada paso para rezar a la Virgen, la turista árabe que luce bolso de Louis Vuitton y pregunta dónde queda el Museo Picasso, el cantante exaltado que canta por Nino Bravo y José Luis Perales en Especerías, los pescaderos de Atarazanas, el hombre que arrastra un carro en el que lleva los girasoles que vende a dos euros, cada día, desde Fuente Olletas hasta la Alameda, los hijos de la vecina, la abuela empeñada en subir las escaleras del parking del Muelle Uno con tal de no meterse en el ascensor para desesperación de sus nietos, el vendedor de los cupones de la ONCE, los que hacían cola en la Librería Luces y el guitarrista que toca Stairway to Heaven frente al Teatro Romano, todos, todos llevaban este sábado su mascarilla puesta, más o menos, en su sitio. Como decía Wittgenstein, por lo que pueda pasar. 

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