Calle Larios

Salvar lo que haya que salvar

  • En la diatriba entre salvar vidas y salvar la economía la cuestión parecía estar clara, pero sólo lo parecía

  • El caso del alumbrado navideño demuestra que también aquí la óptica es todo

La calle Larios bajo el alumbrado navideño. Y dos huevos duros.

La calle Larios bajo el alumbrado navideño. Y dos huevos duros. / Javier Albiñana (Málaga)

Es bien sabida la réplica que dio Pablo Picasso cuando le echaron en cara que su retrato de Gertrude Stein no se parecía nada al modelo: “Ya se parecerá”. También Holden Caulfield advertía de que las expectativas son un asco. A la hora de juzgar la realidad es inevitable que prevalezcan la óptica propia, las previsiones personales y los puntos de vista, hasta el extremo de que a menudo es esa particularidad la que determina la realidad misma. Llegados los preámbulos navideños la gente se ha echado a la calle, en parte, porque hay una mayoría dispuesta a hacerlo dado que entiende que su decisión no contraviene las normativas vigentes contra la epidemia del coronavirus. Y si las normativas no son todo lo claras que debieran y, más aún, se envían mensajes contradictorios desde las mismas instituciones responsables, entonces sólo cabe apelar a esa óptica propia como principio fundamental. Lo que sí queda claro es que si se trataba de escoger entre salvar vidas y salvar la economía, cuando todo el mundo parecía tenerlo clarísimo en realidad no estaba tan claro. Un nuevo confinamiento absoluto decretado en agosto a cal y canto habría salvado no pocas vidas, eso es seguro. Pero, ¿habría sido la solución correcta? Dicho en crudo: ¿habría valido la pena? Dicho aún más crudo: ¿valían esas vidas una inestabilidad económica que muy probablemente habría conducido a una situación insostenible y, tal vez, a un conflicto social mucho más grave que las manifestaciones y las colas a la puerta de la oficina del paro? Casi da vértigo hacerse estas preguntas, pero son justo las preguntas que nos hacemos desde hace ya demasiado tiempo. Es seguro, en cualquier caso, que no coincidirán en sus respuestas quienes se hayan visto obligados a cerrar un negocio y quienes hayan perdido a un familiar por culpa del coronavirus. Los puntos de partida cuentan y las previsiones respecto a lo que pensamos de la realidad terminan siendo decisivas, por más que, sí, las expectativas sean un asco. En un tono quizá más frívolo, aunque no por ello menos importante, la disparidad de criterios a la hora de valorar lo sucedido en la inauguración del alumbrado navideño en la calle Larios obedece a la misma cuestión: por mucho que las imágenes que dieron la vuelta por toda España inspiraran una impresión de aglomeración y embotellamiento, en el interior de la calle el ambiente era muy distinto (doy fe: estuve allí), con suficiente dispersión, todo el mundo en movimiento e incluso el respeto de las distancias de seguridad por parte de la mayoría (siempre hay excepciones, claro, pero tampoco conviene juzgar el todo por la parte). El Ayuntamiento y Teresa Porras tienen razón cuando dicen que no hubo aglomeraciones para justificar su actuación. Ahora bien, ¿significa esto que fue una buena idea poner este alumbrado ahora en la calle Larios? Me temo que no.

Esta sospecha de improvisación permanente obedece a decisiones que no han sido bien explicadas

Resulta cuanto menos curioso que cuando el descrédito de la clase política parecía no tocar techo haya llegado esta coyuntura que invita a tomar decisiones tan graves. Lo sucedido nos recuerda que la política es importante, que necesitamos buenos políticos capaces no ya de tomar las mejores decisiones, sino de asimilarlas y, sobre todo, de explicarlas. Que las decisiones no se hayan explicado bien y en su tiempo ha permitido que cunda esta sospecha de improvisación permanente, de que no hay nadie a los mandos, de que vamos a salto de mata. Está bien que el Ayuntamiento dé cuenta ahora de sus razones para poner el alumbrado y amague con controlar el acceso si la cosa se sale de madre, pero, en lugar de hacerlo todo tan de tapadillo por miedo al efecto llamada, habría estado mejor que, antes de pulsar el botón, el alcalde, Porras o quien fuese se hubiese dirigido a los ciudadanos como a personas adultas y hubiese salido a explicar cómo, por qué, con qué intención y con qué previsiones se encendía el alumbrado navideño, así como los riesgos que el Ayuntamiento asumía al hacerlo. Las razones a posteriori difícilmente pueden ser igual de satisfactorias. Pero ya se sabe que, entre las vidas humanas y la economía, el prestigio político es otra materia digna de salvación. Sólo con todas las cartas sobre la mesa se puede apelar a la responsabilidad personal. Mientras tanto, cada uno hará lo que pueda, aunque incluso el respeto a las normas nos lleve a donde no queremos. Ay.

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