Coronavirus en Málaga

Y volvieron los candados

  • Por más que la situación no sea nueva, el cierre de las actividades no esenciales deja las calles de Málaga en pleno desconsuelo, con un silencio incómodo para poner la paciencia a prueba

Los candados vuelven a ser señores en las calles de Málaga.

Los candados vuelven a ser señores en las calles de Málaga. / Javier Albiñana (Málaga)

En la radio dice Fernando Simón que el índice de contagios del coronavirus continúa bajando en España: el gráfico se aparta ya del pico de la tercera ola y entra en lo que el propio experto define como una meseta. Málaga, mientras tanto, vuelve a la política del candado después de que la tasa obligara el pasado lunes a cerrar las actividades no esenciales, medida que entró en vigor este miércoles. Así que resulta inevitable cierta sensación de ir a destiempo: o llegamos tarde o nos hemos dado demasiada prisa. En el barrio los bares abren sólo para servir cafés para llevar, así que nada de desayunos en las terrazas, ni de cafeteras humeantes, ni de pitufos mixtos en las aceras. Las tiendas de moda, telefonía y otros servicios y productos ajenos a la primera necesidad no han abierto, aunque en algunos locales las puertas están entornadas: los propietarios aprovechan el paréntesis forzoso para hacer inventario. Incluso las peluquerías, que sí han abierto, y que se han convertido en el último año en uno de los pocos nichos de mercado razonablemente prósperos, el ambiente invita a poner dos velas. La hermosa floristería de Lagunillas, por cierto, también está activa y luce vistosos ramos de nardos en la acera. En esta esquina del mundo, poco ha cambiado a efectos prácticos: la pescadería, la frutería, la carnicería y demás tiendas anexas ofrecen su mercancía como si tal cosa. Sólo La Polivalente anuncia que volverá en dos semanas. En la calle, sin embargo, todo el mundo parece haberse largado a otra parte. La presión hospitalaria se relaja un tanto; en la plaza de Uncibay, la vida se desinfla absolutamente, con todas las mesas recogidas y apenas unos cuantos transeúntes despistados en las aceras. Es un mediodía nuboso y desangelado. Hemos estado aquí antes. Málaga tuvo su confinamiento y llevaba ya tiempo cerrándolo todo a las seis. Pero nunca es tarde para recordar hasta qué punto la clausura de la vida comercial, esa lección tajante de la persiana desplegada hasta el bordillo, se traduce en cansancio, desconsuelo y un silencio cada vez más incómodo. Quizá la nota más exótica la ponen los (muchos) agentes de policía que atraviesan Tejón y Rodríguez y que vienen desde Larios en busca de locales que cerrar o incautos sin mascarilla a los que sancionar. A esta hora, este mismo rincón suele estar atestado de camiones que descargan bebidas para los bares de copas, pero todo está extrañamente despejado. En la esquina con Comedias, dos hombres que ya no cumplen los sesenta conversan con las manos metidas en los bolsillos: esto se está haciendo demasiado largo ya, ¿no? Pues sí: demasiado largo.

Dos religiosas en el entorno de Mitjana. Dos religiosas en el entorno de Mitjana.

Dos religiosas en el entorno de Mitjana. / Javier Albiñana (Málaga)

No muy lejos, el Mercado de Atarazanas se ha dejado contaminar por la misma desazón. No es que los puestos puedan abrir, es que a muy pocos les apetece comprar. En una tienda cercana que despacha también productos de alimentación el hombre al cargo hace su lectura de la cuestión con un cliente: "Cuando mandan cerrar, a muchos les entra más miedo a la hora de salir a la calle. Es una medida disuasoria porque así das a entender que es más fácil contagiarte. Y digo yo que sí, claro, que será más fácil, mira cómo estamos. Pero si la gente se queda en su casa todo el día, a lo mejor a los que podemos abrir no nos trae cuenta hacerlo". La Alameda se parece justo a la idea que uno tiene del término meseta, una extensión llana en la que todo queda a la vista, sin accidentes, en la que nada se mueve. Hay algún runner que va a lo suyo, usuarios de la EMT que parecen invitados a un funeral y una señora sentada en un banco que habla sola como si le fuera la vida en ello, como si todo el mundo la escuchara, lo que, al cabo, no es improbable. Tampoco faltan viajeros en patinete, desplazados ahora a la carretera, aunque en el Soho siguen circulando por la acera sin problemas. El tono gris del día viene que ni pintado a esta especie de luto asumido, soportado sin más, como el tiempo en una novela de Beckett. En la acera norte, el propietario de un bar termina de meter en el establecimiento las mesas que todavía seguían amarradas al raso mientras hace lo propio con una señora que pasa: "Esto ya no tiene sentido, no tiene sentido que volvamos a abrir cuando nos digan que podemos hacerlo, sólo unas horas al día, para que tengamos que cerrar después". En el nuevo Cortefiel, los anuncios de rebajas parecen una broma macabra. Hay un montón de palomas arremolinadas bajo un puñado de pienso que alguien ha esparcido bajo un árbol. El rugido de una moto que pasa en estampida las espanta como si de un cazador se tratara. Después, el silencio es el mismo.

Ya habíamos estado aquí. Lo peor era la confianza puesta en que no volveríamos

Caridad y clausura en la calle Granada. Caridad y clausura en la calle Granada.

Caridad y clausura en la calle Granada. / Javier Albiñana (Málaga)

En la calle Larios llegan a ser aún más impactantes los perfiles de los caminantes solitarios que avanzan con sus mascarillas, tal vez mientras mantienen una conversación con el móvil, o con los pensamientos puestos en a saber dónde, sobre las persianas cerradas y las tiendas clausuradas a cal y canto. Y llega a sobrecoger la idea de que hace ya un año que estamos así, que hace un año por estas fechas empezábamos a oír hablar de una epidemia que venía de China y desde entonces ha habido que asimilar este golpe bajo, este sitio de ausencia, la negación de una ciudad que era bullicio constante, frenesí sin descanso noche y día, turismo a mansalva y horarios comerciales cada vez más amplios, la fiesta en las terrazas, la música en las esquinas, el consumo frenético, el negocio del siglo, reducido ahora a esta ceniza de puestos de prensa y farmacias en las que tampoco entra un alma. En Molina Lario, los hoteles son fortines inexpugnables y el entorno de la Catedral un páramo angosto, como una versión extraña y desagradable de Málaga, una ciudad en negativo. La estampa de la Plaza del Obispo, con todo recogido y con los toldos enrollados, es de una desolación certera, precisa, anidada en el paladar. Suenan las campanas de la misma Catedral y a pesar de la melodía de corcheas del carrillón el tono es necesariamente fúnebre. Hay más palomas y una joven que pasea un bulldog al que le cuesta la vida respirar. Desde la calle Larios vienen dos monjas que pasan como una exhalación: alguien debe esperar a las hermanas en alguna parte. San Agustín es como un templo vacío, una iglesia a la que le han dado la vuelta, con el empedrado reluciente y sólo este señor que viene por ahí con traje, corbata y un maletín sospechoso para pisarlo. La calle Granada es un compás de espera. En el Café Central también se puede pedir un mitad para llevar en un vaso de cartón. Málaga se ha convertido así en esta especie de oficina de tres al cuarto con sobres de azúcar metidos en el bolsillo, melopea en las sienes y pocas ganas de hacer nada. Ya habíamos estado aquí, sí. Lo peor era la confianza puesta en que no volveríamos. Esa esperanza es ahora un incordio incómodo, una película de polvo que se adhiere en las manos y no hay más remedio que sacudirse. Por mucha pandemia que tengamos, cuando uno llega a la calle Nueva quiere gente, refriega, colas para pagar, entrometidos absortos a los que sortear, los viejos conocidos de siempre a los que saludar, el pulso que delata que esta ciudad, Málaga, muy a pesar de la especulación y de los abusos, está viva, radiante, armada de intenciones; ahora, no obstante, la calle Nueva es un callejón en el que uno aprieta el culo llevado por cierto instinto de supervivencia para salir cuanto antes. No hay manera de reconocer la calle en la que se vive y se ama en esta condena.

En la Plaza de la Merced, un hombre que arrastra una enorme bolsa de plástico discute a gritos con una mujer morena, pequeña, enjuta, de la edad del suelo, que exhibe una dentadura parcial como un piano desvencijado. El hombre, que viste una camiseta del Málaga y un pantalón corto a pesar del frío, no puede con la carga y reclama una ayuda que no llega. Muy cerquita, en Cobertizo del Conde, la rata del tamaño de un gato que lleva muerta tres días prosigue su lento proceso de descomposición. La Casa Natal de Picasso está cerrada y también el pintor muere un poquito. Ya no quedan, al menos, navidades que salvar. De momento.   

 

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