Málaga

Me muero por decírtelo al oído

  • En Málaga no se habla, se grita; y oyendo conversar a los turistas europeos que este verano campan por aquí uno siente nostalgia de la civilización l Un paseo en autobús basta para comprobarlo l Quizá, en el fondo, es que el malagueño tiene miedo a no ser comprendido l Menuda tragedia

QUIZÁ sea usted un afortunado y haya oído hablar del cantautor malagueño Nacho Artacho, e incluso le haya escuchado cantar y conozca algunas de sus canciones; pero si no es así, tan grave carencia puede subsanarse de manera relativamente fácil. Artacho canta con frecuencia en los pocos lugares de Málaga donde un cantautor de la tribu puede ejercer su oficio (esta misma noche lo hace en el restaurante El Calafate, en la calle Andrés Pérez) y tiene en su haber un disco altamente recomendable, Los días y los hombres (puede preguntar por él en Discos Candilejas, en la calle Santa Lucía). La cuestión es que cuando Artacho, que también es profesor de Literatura, y al que un servidor admira desde hace muchos años, decidió escribir una canción dedicada a Málaga, se atrevió nada menos que a parafrasear a Neruda bautizándola Me gustas cuando gritas. Su primera estrofa dice así (póngale usted el swing): Me gustas cuando gritas / al salir del mercado / cuando de acera a acera / me resumes tu vida / cuando ni cuando duermes / se te callan las manos / y sales a comprar / el pan en zapatillas. Más adelante continúa: Me gustas dando voces / en la pescadería / y oliendo a sudor seco / porque así es como huelen / los días de los hombres. Y me van a permitir reproducir el estribillo completo, merece la pena: Me gustas imperfecta, malhablada / verdulera, en ruinas, besucona / de milagro de pie, desencantada / abierta, decadente, corazona / con lamparones, manca, inacabada / niñata, callejera, corralona / buscabocas, humana, exagerada / más humana, quejica, bravucona / barriobajera y mucho más humana / sin patria, sinvergüenza y merdellona. Últimamente me he acordado mucho de esta canción, que encierra una sabiduría cotidiana pero honda, como el amor. Especialmente la he tarareado cuando he subido al autobús, y más especialmente aún cuando lo he hecho durante los recientes días de Feria. Cabe constatar aquí, cuando uno va apretado contra una barra, que los malagueños no se hablan: se gritan. Por lo general, el diálogo tiende a alcanzar un volumen inmensamente más alto del necesario para la comprensión de los argumentos. Como consecuencia directa, el resto de viajeros, lo quieran o no, pasan a conocer el contenido íntegro de los mensajes, lo que en ocasiones puede resultar divertido, en otras aleccionador (por efecto positivo o negativo) y en otras muy desagradable. Es posible, y más en estos días de verano, que en el mismo autobús se desplace una pareja o un grupo de turistas alemanes, suecos, británicos o franceses (los italianos quedan excluidos: a menudo, por confraternización mediterránea, adquieren las mismas costumbres); escucharlos conversar con su razonable modulación, en tono agradable al oído y discreción teutónica, despierta cierta nostalgia de la civilización europea.

Claro que aquí no hacemos otras cosas (por ahora) muy europeas, como expulsar a los gitanos o poner de alcaldes a los más rancios conversos de la ultraderecha. Por más que hace poco, mientras guardaba cola en el banco, no me interesara en absoluto la historia de Juan Antonio y el negocio que se le ha ido a pique y encima la mujer que dicen que le han puesto los cuernos, el pobre, y tuviera que comérmela hasta el último detalle gracias al entusiasmo de dos entregadísimas vecinas (¿tías?) del presunto, no podría ni querría imaginar la ocasión de entrar en un mercado de Atarazanas lleno y no escuchar una sola voz más alta que otra, hola qué tal a cómo está el pescado, muchas gracias caballero, todo un susurro en mezzoforte. En el fondo, quizá el malagueño grita porque le da pánico no ser comprendido, lo que responde a una de las preocupaciones filosóficas más antiguas. Tal vez Sócrates, que tenía mucho que decir pero decidió no escribir una coma, enseñó a Platón a base de gritos. Menudo era.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios