LÍNEA 10

Todos los mundos, el mundo

  • Desde el centro hasta Churriana por San Julián y Guadalmar, la línea 10 de la EMT es un arca de Noé multicultural y dispersa en la que el tiempo juega en contra y en la que algo parece a punto de extinguirse

Son las 10:05 en la parada de la Alameda, en un día lluvioso y gris. El autobús de la línea 10 sale con cinco viajeros a bordo, entre ellos una joven con unos vistosos auriculares, un señor con una gorra azul que se cuela impunemente en la entrada y una mujer con una mochila de Kelme que pregunta al conductor por una dirección en Churriana. En Hacienda no suben pasajeros, pero en la calle Cuarteles lo hacen ocho. Cuatro de ellos ocupan otros tantos asientos de la parte trasera. Hablan con un pronunciado acento centroamericano. Son todos veinteañeros. Uno de ellos, un chico peinado con una cresta notable, permanece en silencio, pero los otros tres (otro chico y dos chicas) discuten sobre otra amiga que no está presente, a la que acaban de despedir y que al parecer mantenía con su trabajo a su marido, en paro, y a un hijo.

En la estación María Zambrano suben cinco personas, entre ellas un hombre con gabardina gris y el pelo tintado que se sienta igualmente en la zona trasera. También acaba de incorporarse una mujer menuda, muy morena, que mantiene puestas sus gafas de sol y, tras dejar un carrito de la compra en la zona intermedia habilitada para pasajeros que viajan en silla de ruedas, se sienta junto al hombre. Recuperan una conversación que habían entablado en la parada. Parece que se acaban de conocer.

Ella también tiene acento latinoamericano, y él habla con un profundo tono andaluz, más bien malagueño, cerrado, con ceceo.

Ella termina de contarle cierta anécdota que una vez le sucedió en otra parada de autobús y él, entonces, empieza a hablarle de su madre. En la siguiente parada de Héroe de Sostoa suben cuatro usuarios, una señora con chaqueta de cuero, un hombre mayor con una muleta y un padre con su hijo de cuatro o cinco años. Los dos hablan en alemán. Suena entonces el avisador enlatado que indica el destino y la próxima parada. En la siguiente, antes de Juan XXIII, bajan tres pasajeros y suben cinco.

Por la acera pasean dos mujeres con hiyab que acaban de salir del supermercado. En la barriada Girón bajan dos viajeros y suben otros cinco. El hombre de la gabardina gris sigue hablando sobre su madre a la mujer que continúa sentada junto a él, aunque ya parece prestarle menos atención. En la siguiente parada, frente al concesionario Málaga Wagen, bajan cinco pasajeros, los cinco con acento centroamericano (incluida la mujer anterior, que se despide afectuosamente del hombre que le ha contado todo sobre su madre) y sube un muchacho con aire despistado que se sienta en uno de los primeros asientos todavía libres. En Virgen de Belén baja un viajero y sube otro, otro joven, vestido con chándal y muy repeinado. El autobús llega después a la Azucarera, cuya parada parece abandonada. Entonces suena por primera vez otro mensaje grabado que dice la hora exacta. No volverá a hacerlo en todo el trayecto. Suena un teléfono móvil y responde un hombre que viste jersey gris, vaqueros y una riñonera. Da algunas instrucciones a quien parece ser un compañero de trabajo y cuelga. En Vila Rosa, cerca ya del Aeropuerto, tampoco se produce intercambio de viajeros. Pero hay una mujer apostada junto a la parada, apoyada en el panel, con una mochila en el hombro y la mirada perdida, el pelo recogido en una larga cola y un gesto solemne a pesar del viento, que seguramente espera la llegada del autobús de la costa. El vehículo toma la rotonda del Aeropuerto, relativamente tranquila, sin atascos, y continúa hacia el Camino de San Julián. En la primera parada de la Loma bajan cinco pasajeros, entre ellos el hombre del teléfono móvil. Un coche aparcado en doble fila obliga al conductor a afinar. En la siguiente parada suben tres viajeros, entre ellos una mujer vestida con una rebeca roja y con serios problemas de movilidad que se sienta, no sin esfuerzo, en una de las butacas tapizadas en rojo. El conductor aguarda a que la mujer llegue a su puesto para continuar la marcha. La grabación del avisador anuncia: "Próxima parada: Camino San Julián. Centro comerical". Alguien debió errar al teclear el mensaje que reproduce el lector. Junto al Decathlon se apean dos usuarios, un señor con jersey de rombos y la chica de los auriculares que se había subido en la parada de la Alameda. En la calle Manuel Curros Enríquez, ya en Guadalmar, baja otra joven que había subido en la Alameda. No se ve ni un alma en las aceras del barrio, que hace gala de su serena prosperidad con casas y chalets cubiertos de floridas enredaderas. Dos mujeres entablan una conversación en voz muy alta sobre el programa de televisión de Juan y Medio. En la residencia de Castellón de la Plana, un anciano que lleva un tubo en la nariz camina muy despacio, solo, hacia la puerta del jardín, ayudado por un bastón, con la intención de salir. En la parada de Rogelio Oliva baja un pasajero y suben tres, un matrimonio con una niña pequeña, de apenas un año, que va en un cochecito. El matrimonio habla alemán. La mujer de la rebeca roja empieza a llamar "guapa" y a hacer burlas a la niña, que observa en silencio con sus grandes ojos azules. El otro padre alemán que había subido antes sigue a bordo con su hijo. Continúan en la parte trasera, pero han cambiado de asientos cuatro veces. Hay algunos edificios abandonados cubiertos de pintadas, y en algunas callejuelas abunda la chatarra desperdigada. Un mirlo se posa en un tejado. En Arraijanal algunas personas practican footing y ciclismo. Hay escombros de obras estratégicamente amontonados en varios puntos de la extensión. En el cruce de la carretera del Campo del Golf con Vega de Oro sube una pasajera. En el Parador no se produce intercambio de viajeros. El autobús toma la rotonda y llega a Plaza Mayor, donde se apea el matrimonio alemán con su niña. Justo entonces aterriza un avión en el Aeropuerto. El avisador enlatado guarda silencio y no se escuchan más nombres de paradas. En Ikea baja un hombre y sube otro, un chico joven de rasgos árabes que lleva en una bolsa algo parecido a una caja de zapatos y se sienta en la parte trasera. Una de las señoras que había participado en la charla sobre Juan y Medio se levanta del asiento. Es gruesa y tiene problemas para mantener el equilibrio. Parece que se dispone a bajar, pero no pide la parada. Camina hacia la parte trasera mientras otra de las mujeres le advierte: "Gasta cuidao, niña". Finalmente, la mujer se sienta junto a quien resulta ser su marido, que había viajado sentado allí durante todo el tiempo, ahora que por fin el asiento contiguo se ha quedado libre. En el Camino de Coín no hay subidas ni bajadas. En el cruce de la calle Torremolinos y Heliomar, ya en Churriana, bajan cuatro pasajeros. Quedamos a bordo siete. En la siguiente parada de la misma calle se apea la mujer de la mochila de Kelme que había iniciado el viaje en la Alameda y suben tres pasajeros. Uno de ellos, un hombre con bigote y gafas de sol marrones, vestido con una camisa de manga corta, se dirige a otro viajero: "¡Hola, vecino, qué hay! Ahí vamos, tirando, tirando" En la siguiente parada, la del mercado, que está a rebosar de clientes, sube una señora que viste un chal verde de rejilla con un porte elegante, y bajan el padre alemán y su hijo. En el cementerio baja la mujer de la rebeca roja y sus problemas de movilidad: desciende con mucho cuidado, muy despacio, y el conductor espera de nuevo con paciencia a que la operación termine. Durante esos segundos, todas las conversaciones que se habían entablado en el interior del autobús se detienen en un puño: los usuarios observan con expectación y parecen suspirar de alivio cuando la mujer pone al fin los dos pies en la acera. El tanatorio de la pequeña necrópolis está a rebosar de gente. Desde el autobús se perciben algunos llantos. En la calle Caliza no hay novedad en cuanto a pasajeros. Las puertas de algunas casas están abiertas. Algunos hombres observan el paso del autobús sentandos en los bancos, mientras las mujeres barren los bordillos y un niño juega a la pelota. En La Noria baja un pasajero y sube un hombre orondo, con un bastón, que da los buenos días a todo el mundo antes de tomar asiento. Un coche tiene que dar entonces marcha atrás para permitir el paso del autobús. La mujer del chal verde baja en la Plaza de Lola Flores, junto a una vieja nave industrial en ruinas. En la Huertecilla suben siete personas, casi todas muy jóvenes. Nadie espera en la Plaza de la Inmaculada. Son las 11:13. Fin del trayecto.

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