Mapa de Músicas

Todo ha cambiado

Que él apareciese o que él no apareciese ha marcado la medida de nuestro tiempo. Y él ya no está. Se acabó. Bowie se ha muerto. Hay que decirlo tres veces para empezar a asimilarlo: Bowie ha muerto. Otra vez. Bowie ha muerto. Y cuesta. Pero se murió. Murió como mueren los ricos, rodeados de gente rica y de gloria en un barrio donde vive la gente con gloria. Pero Bowie se merecía ser rico, porque los guías guapos merecen ser ricos. Cómo hubiéramos podido permitirnos que Bowie muriese arruinado en un apartamento de Dover o del Raval. A algunos les hubiera gustado más, porque son feos y mediocres y quieren la fealdad, la pobreza y la mediocridad sobre el mundo. No era el caso de Bowie, que siempre iba a lo suyo pero nos dio todo lo nuestro. Nos dio el pan y nos arrojó a la cremosa incertidumbre donde las cosas pueden ser de otra manera; donde podíamos desear, simplemente, lo mismo que él deseaba. Cuántos han seguido un camino a través de Bowie: la adolescente que manda al carajo al plasta de su novio aspirante a agente inmobiliario y monta una banda y lee o corre; el muchacho de Santander que se decide a explorar los glory holes de Londres después de escuchar Queen Bitch; el videoartista o hedonista que se va a Berlín para hacer carrera y, a falta de carrera, se hace mesiánico con Low. Y así medio mundo en medio siglo tras los pasos de un hombre inglés.

Hoy todos hablamos de su legado, de su impronta, pero lo duro de todo esto es que no habrá un disco por venir, no habrá un nuevo giro, una nueva realidad, una dimensión revisitada. No habrá más especulaciones de si toca o no toca este año en el Primavera Sound, o de si su próximo disco va a ser lo mejor desde Scary Monster. No tendremos nuevas anécdotas inventadas por nuestros viejos críticos. Nada más. Se ha acabado. Bowie se ha muerto.

5.15: los ángeles se han ido. A esa hora aproximada -hora española, con lo poco que se dejaba ver por España-, le entró a Bowie el apetito de morirse. Desde que era un chaval, a Bowie le decían que lo único que le quedaba por hacer era morirse. Y, claro, llegó el día. Y es que para alguien que desde sus inicios conquista el espacio, la vida mundana no se presenta muy cómoda. Sólo le quedaba morirse cuando mató a Ziggy en el Hammersmith Odeon y dijo aquello de que ése concierto no sólo sería el último del tour sino que sería el último show de su carrera. Bye bye, we love you, dijo, y toda Inglaterra se congeló aquel verano del 73; cuando pocos años después lo intentaba cada noche en Los Ángeles entre velas negras y estores negros, y cada mañana su ayudante le colocaba un espejito bajo la nariz para ver si lo empañaba y seguía vivo. Empañado: check. Hasta mañana; cuando se mudó a Berlín con Iggy Pop para desintoxicarse y lo que hicieron fue follar a gusto cerca del muro, y continuar muy vivos. En 1980 siguió los consejos de su madre: lo mejor que podía hacer era no juntarse mucho con el rarito ese de Major Tom. Y en 1984 sobrevivió a Tina Turner en Tonight, nunca estuvo tan cerca de la muerte. Después llega el amor con la modelo Iman, y las ganas de vivir sereno justo cuando el cuerpo empezaba a ajustar cuentas. Y será en 2004, en un concierto en Alemania, cuando el aviso viene con notificación en forma de angioplastia: triple bypass y retirada definitiva de los escenarios. Sus actos vanidosos, a diferencia de los de Lou Reed -que se empeñaba en hacer exposiciones con fotos del cielo de Nueva York en marcos de plata- ya sólo eran discos inconmensurables como Heathen o el último Blackstar que hoy Ziggy firmaría con los ojos cerrados.

Bowie ha muerto sabiendo que sus fans morían por su siguiente disco. Y eso es ciertamente más. Lou Reed y Bob Dylan no pueden decir lo mismo y claman al cielo y en el cielo por qué a ellos les tocaron estos bebedores de cerveza caliente y amantes de Henry Miller que sólo les piden canciones de hace treinta años. Bowie siempre tuvo suerte, como los gurús, como los guapos.

Blackstar no es una despedida. Nadie hace un disco para morirse. Quien se va a morir sólo sufre y duerme y come lo que puede. Tampoco las canciones de sus últimos discos como Survive de Hours (1999), Sunday de Heathen (2002), Bring me the Disco King de Reality (2004) o el Where are we now de The Next day (2013) lo eran, pero siempre había alguno que lo recordaba: Bowie se tiene que morir. Hasta que ha pasado, sin que él quisiera. Bowie cantaba a la muerte porque ése es uno de los lujos que da la edad y la experiencia: hablarle a la muerte sin parecer un muerto. Qué mejor forma hay para celebrar la vida que conocer su alfabeto. Bowie no se quería morir. Sabía de dolor, pero no se quería morir. Por eso odiaba la palabra rock, que la usan mucho los que hace mucho que desaparecieron, si es que llegaron a existir. Por eso vivía en Manhattan, que es donde vive la gente que es guapa y feliz, y que quiere seguir siendo guapa y siendo más feliz.

Vendrán mejores canciones, pero no nos van a indicar el camino de la misma manera. Nos estremeceremos con los que vengan, pero difícilmente van a marcar el rumbo de un nuevo tiempo. Estos días colgarán sus palabras artistas, dramaturgos, actores,… lógico. Sin Bowie el mundo estaría lleno de mercerías y diputaciones.

David Bowie murió con serenidad. Y sólo nos queda mirar desde ahí este nuevo tiempo lento, nuestra nueva medida de las cosas. Y abrazarnos, y gritarnos "you are not alone, cause you are wonderful", en alguna ciudad próspera de un planeta muy distinto a éste que ese marciano nos deja.

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