Cultura

Una ecuación necesaria

  • Acantilado edita por primera vez en español la última versión de las 'Conversaciones' entre Igor Stravinski y el director de orquesta Robert Craft, auténtica memoria musical del siglo XX.

Memorias y comentarios. Igor Stravinski y Robert Craft. Traducción de Carme Font. Acantilado, Barcelona, 2013. 436 páginas. 28 euros

A principios de los años 50, el director de orquesta neoyorquino Robert Craft (1923) empezó a acompañar a Igor Stravinski (1882-1971) en sus giras artísticas, y desde la mitad de aquella década hasta el final de su vida compartió la dirección de sus conciertos. En esos más de 20 años, Craft convivió con el compositor y su esposa Vera en la casa que el matrimonio tenía en Hollywood o vivió en un apartamento cercano. Luego, cuando en 1969 los Stravinski se trasladaron a Nueva York, Craft ocupó una habitación contigua a la que la pareja mantuvo en un lujoso y conocido hotel de Manhattan.

Entre 1958 y 1972, Craft fue publicando en Estados Unidos y Gran Bretaña varios tomos con las anotaciones realizadas a partir de sus charlas informales con el compositor. En el año 2002 el músico estadounidense preparó una nueva versión de aquel extenso material, reuniendo pasajes de todos los libros anteriores para publicarlos en un único volumen siguiendo el orden cronológico de la vida de Stravinski. En 1991 Alianza Editorial había publicado una primera edición en español de las Conversaciones, que incluía una selección de los originales. Acantilado vierte ahora al castellano en traducción de Carme Font la versión de 2002. Quien conozca la edición de Alianza encontrará aquí nuevos textos y una reorganización general de la obra, aunque conviene advertir que lo fundamental del pensamiento de Stravinski estaba ya recogido en la publicación de 1991.

La obra tiene vocación memorialística, pues se articula en forma de diálogo, con preguntas y respuestas que permiten al compositor hacer repaso de prácticamente toda su existencia, aunque en algunos capítulos Craft incluye interpolaciones propias para biografiar períodos de la vida del compositor menos tratados en sus conversaciones, especialmente en lo que hace a la relación del ruso con Gran Bretaña o a sus últimos años en Estados Unidos. Del retrato en primera persona, y más allá de la peripecia anecdótica, emerge una figura imponente, de juicio siempre sólido e implacable, de una severidad que encaja a la perfección con el ambiente frío y rígido que conoció en su infancia, cuando, Stravinski no tiene empacho en reconocerlo, sus relaciones eran mucho más afectuosas con los sirvientes de la casa familiar que con sus parientes.

La figura de Stravinski encierra en sí misma una memoria intelectual y artística del siglo XX. En sus cambios estilísticos -del inicial período ruso del que surgieron tres imponentes ballets que contienen aún hoy su música más conocida para el público mayoritario al neoclasicismo desarrollado tras la Primera Guerra Mundial, que tanto marcó la creación musical en la entreguerra, y a la adopción personalísima del dodecafonismo a partir de la década de los 50-, en sus colaboraciones con muchos de los grandes talentos de la centuria, de Diáguilev a Cocteau, Nijinski, Matisse, Auden o Picasso, el autor de Petrushka ejerce un poco a la manera del pintor malagueño como gran paseante y protagonista en permanente evolución de la modernidad.

El ambiente en torno a su maestro Rimski-Korsakov y la San Petersburgo del cambio de siglo o el del París de los ballets rusos están aquí descritos con especial detalle y detenimiento. Sus relaciones con todos los grandes músicos del tiempo y con infinidad de otros artistas y pensadores (Isaak Babel, Walt Disney, Romain Rolland, Aldous Huxley, Paul Valéry, Ortega y Gasset, Giacometti, Céline, Sert, Gide, Klee, Balla, Rodin, Mann…, la lista sería interminable) son glosadas y desarrolladas en distintos grados de profundidad, mientras, de forma paralela, Stravinski va comentando todo su catálogo, casi obra a obra, y con él las condiciones en que sus partituras fueron concebidas, escritas y estrenadas, lo que convierte estas Memorias no solo en un excelente manual de estética, sino en una especie de prontuario sobre los problemas prácticos de un creador. Y en este recorrido, el compositor pasa revista a todos los grandes movimientos musicales y artísticos del siglo, mostrándose en el juicio siempre directo y claro, hasta bordear a veces la crueldad (que pregunten si no a los críticos, frecuentes sujetos de sus invectivas). Nadie, de Chaikovski a Webern, de Matisse a Evelyn Waugh, de Fokine a Markevitch, escapa de sus dardos. A todo y a todos aplica su pensamiento analítico, incluso a los amigos, demostrando su alto aprecio por la objetividad, como si sintiera pudor de que la posteridad pudiera acusarlo de parcialidad en sus juicios.

De forma a veces colateral se filtran por estas páginas sus ideas acerca del valor de la música como arte autónoma, imposible de representar mediante palabras (de ahí las limitaciones de partida de la crítica), la importancia del ritmo y de la polifonía rítmica en la concepción de sus obras, el deslumbramiento provocado por el jazz, su autovaloración como músico práctico antes que como intelectual ("los intelectuales nunca tienen gusto") o su incapacidad para dedicarse a la enseñanza; y cuando Craft le pregunta directamente, aparece el músico enamorado de Monteverdi y de la polifonía renacentista, impresionado siempre por Bach, el crítico feroz de Liszt y Strauss o el espectador harto de la idolatría por Webern, en quien encuentra grandezas y debilidades, pero es sobre la figura de Beethoven sobre la que más aguda y extensamente se pronuncia: su mayor aprecio por las sinfonías pares (la era su favorita) y su desdén por las banalidades de la dan casi para hilar una tesis sobre su universo estético.

Ni los años hicieron condescendiente al músico. El Stravinski octogenario ve reducirse la agilidad del cuerpo y el perímetro de sus placeres, ve en la vejez una época de humillaciones, casi una enfermedad incurable, y echa de menos la vida en sociedad y la agudeza de sus sentidos, pero la mente se mantiene lúcida y el ánimo creador intacto ("El catálogo entero de mis obras del pasado no me interesa tanto como mi trabajo actual"). Declarándose fiel a su oído, el compositor afirma que nunca pasará la frontera del sonido bien temperado, pero entiende y observa con curiosidad a los nuevos compositores que "deshacen sus maletas llenas de ideas nuevas y brillantes. Yo y esos jóvenes somos elementos de una ecuación necesaria". Una ecuación que contiene muchas claves para entender mejor el arte de nuestro tiempo.

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