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El hombre que cayó en la Tierra

LA androginia alienígena de Bowie, cultivada y controlada por él mismo en sucesivas reencarnaciones y transformaciones desde sus primeras apariciones como Ziggy Stardust, iba a encontrar en el cine y el videoclip los vehículos perfectos para desarrollar una suerte de biografía imaginaria y paralela a la de la propia vida y carrera de la estrella del pop.

El hombre que vino de las estrellas (1976) marcaría el nacimiento oficial de ese Bowie de ficción del que siempre sospechamos que llevaba un extraterrestre con escamas y retinas de reptil en su interior. Convertido pronto en título de culto, deudor de las audacias narrativas y visuales de la época, el filme de Nicolas Roeg no sólo nos daba las claves futuras del gusto por la extrañeza y la ambigüedad de la imagen proyectada por Bowie, un visitante estelar asombrado por el sexo, el alcohol y la televisión de los terrícolas, sino que también asentaba, como su último disco, Blackstar, acaba de confirmarnos al volver sobre aquel filme, al tipo en constante y autoconsciente mutación, siempre distanciado de la normalidad humana y sus asuntos.

El cine quiso a ese Bowie ambiguo, magnético, anfibio, resbaladizo, una presencia (reconocible) antes que un verdadero actor, una máscara (muchas) antes que un intérprete propiamente dicho; y Bowie quiso también al cine como territorio de exploración y multiplicación de su esencial condición transformista y siempre visionaria.

Su aparición en títulos de los ochenta como El ansia (1983, Tony Scott), donde encarnaba a un moderno vampiro, Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983, Nagisa Oshima), donde compartió protagonismo en un campo de concentración japonés con el también músico Ryuichy Sakamoto, Absolute beginners (1986, Julian Temple), uno de los mejores musicales pop de la década, o Dentro del Laberinto (1986), viaje fantástico adolescente ideado por Jim Henson, así lo confirman: filmes donde la imagen de Bowie se impone sobre sus personajes, como una presencia singular que todo lo absorbe y contamina.

No obstante, Bowie quiso ser actor o seguir jugando a serlo a lo largo de su carrera. Sus apariciones como Poncio Pilato en La última tentación de Cristo (1988, Martin Scorsese), como Andy Warhol, quién si no él, en Basquiat (1996, Julian Schnabel) o como el inventor Nikola Tesla en The Prestige (2006, Christopher Nolan) responden a esa voluntad lúdica por el desdoblamiento, el disfraz, la autoconciencia y la comunicación entre discursos. Algo que también puede verse en sus apariciones más fugaces o en cameos haciendo de sí mismo: en Twin Peaks. Fuego, camina conmigo (1992, David Lynch), Yo, Cristina F. (1981, Uli Edel) o en la delirante Zoolander (2001, Ben Stiller).

Pero donde quizá encontremos las mejores aportaciones de Bowie al cine ha sido en la interacción de algunas de sus canciones en películas en las que él no aparecía. Pienso, por ejemplo, en esa secuencia de Mala sangre, de Leos Carax, en la que Denis Lavant corre, salta y gesticula frenéticamente al ritmo de Modern love en paralelo a un travelling memorable, o ese otro de Malditos bastardos de Tarantino en el que su canción Cat people, que aparecía originalmente en el filme del mismo título de Paul Schrader, acompaña y marca el tempo y el montaje de la escena de la preparación de la venganza de Shossana en la cabina de proyección; o ese otro, en fin, de los títulos de crédito de Carretera perdida, de David Lynch, en el que la obsesiva I'm deranged suena sobre las imágenes aceleradas y vibrantes de una carretera iluminada por los faros del coche que conduce Bill Pullman.

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