Lo que la industria farmacéutica oculta
Ben Goldacre analiza las malas prácticas en el sector de los medicamentos.
Tras su anterior éxito editorial, Mala ciencia (Paidós, 2011), en el que ponía en solfa el negocio de las medicinas alternativas y mostraba cómo los profesionales de los medios de comunicación, por su desconocimiento de la metodología científica, aceptan como hechos probados lo que no son sino mensajes publicitarios, en este su segundo libro Ben Goldacre, médico y columnista de The Guardian, apunta contra la gran industria farmacéutica. Y lo vuelve a hacer desde el lado de la ciencia, desmontando de modo sistemático con el apoyo de una exhaustiva bibliografía todas y cada una de las malas prácticas que utiliza para promocionar y vender esos medicamentos de los que dependen en gran medida los niveles de salud y la calidad de vida de que gozamos en los países desarrollados. Porque, no nos engañemos, el objetivo de la industria farmacéutica es vender sus productos y obtener de ello un beneficio; el hecho de que sirvan para curar enfermedades no implica que sus motivaciones éticas tengan que ser superiores.
Asumimos como normal que los fabricantes de cosméticos exageren o directamente mientan sobre las bondades de sus productos, ya que las consecuencias de una mala elección rara vez son graves y al final las leyes del mercado acaban poniendo a cada uno en su sitio. Que no es ni remotamente el caso de los medicamentos, cuyos efectos tóxicos pueden llegar a ser mortales y cuyas cifras de ventas no dependen tanto de las preferencias del consumidor como de la decisión del profesional que los prescribe. Precisamente por esto último, y a diferencia de lo que sucede con las medicinas alternativas, las estrategias de mercadotecnia de los laboratorios farmacéuticos no van dirigidas a los pacientes sino a los prescriptores. Quienes, al menos en teoría, tienen la preparación necesaria para distinguir el grano de la paja. Pero si la información que suministra el fabricante, la única de que se dispone sobre la mayoría de los nuevos medicamentos, es sesgada u oculta datos fundamentales, ni el más perspicaz de los clínicos sería capaz de identificar el engaño. Obviamente existen múltiples mecanismos de control en forma de leyes, normativas y agencias reguladoras, además de los propios del ámbito científico. Pero, y con esto llegamos al núcleo de Mala farma, todos estos controles fracasan una y otra vez de forma clamorosa, dejando en el aire un preocupante tufillo a connivencia entre las partes.
El principal problema, en lo que el autor insiste durante todo el libro, es la no publicación de aquellos ensayos clínicos cuyos resultados incumplen las expectativas de sus promotores. Un ensayo clínico es un experimento de gran complejidad (y coste) que suele implicar a centenares de pacientes y que sirve para demostrar con un cierto grado de certeza la eficacia y la seguridad de un fármaco. Se trata de responder a una pregunta clínica (¿es el medicamento nuevo mejor que otro anterior?) cuya respuesta obviamente ignoramos. Por eso los resultados hay que asumirlos sean cuales sean y aunque vayan en contra de los intereses comerciales de la empresa que lo financia. Y es que los ensayos clínicos no tienen sólo un interés científico, sino también económico, ya que sus conclusiones son parte fundamental en la documentación que el fabricante aportará a la hora de solicitar los permisos para comercializar el nuevo fármaco. De hecho, para evitar que los laboratorios acaben ocultando los estudios que consideren negativos para sus intereses, la legislación les obliga a inscribirlos en un registro oficial antes de realizarse y a publicar posteriormente los resultados. Pero da igual porque, como expone Goldacre con abundante casuística, los organismos reguladores muestran una gran tolerancia ante el incumplimiento sistemático de sus propias normas.
Más de la mitad del libro se dedica a destapar ésta y otras prácticas deshonestas relacionadas con los ensayos clínicos, por lo que para el lector no especialista se convierte además en un excelente medio para entender la metodología de estos estudios. Del resto destaca el extenso capítulo dedicado a las técnicas de marketing que emplea la industria para promocionar sus nuevos productos entre los prescriptores, una partida a la que destina más dinero que a la propia investigación. Este campo también es terreno abonado para las malas prácticas, siendo una de las más comunes camuflar bajo el paraguas de la formación continuada lo que es sólo publicidad. Ni siquiera las revistas científicas, teóricas garantes de la exactitud y la calidad de la información pero financiadas en gran parte por la industria, salen bien libradas del escrutinio.
Mas no se piense que este libro es una pura diatriba contra la industria farmacéutica ni que el autor es un conspiranoico que promueve la abstinencia terapéutica y la vuelta a un utópico estado más natural. Goldacre está claramente posicionado a favor de una medicina científica basada en las pruebas, lo que va ligado al desarrollo de la industria farmacéutica. Lo que se defiende es un mejor control institucional de todos aquellos aspectos de los que dependa la salud de la población, sin perjuicio de los legítimos intereses de las empresas. Y de hecho cada capítulo tiene como colofón una lista de medidas que habría que adoptar, por parte de los organismos públicos, los médicos o los mismos pacientes, para regenerar el actual sistema. Es por tanto un libro destinado no sólo a profesionales sino a cualquier persona interesada en el tema.
Mala Farma. Ben Goldacre. Paidós, 2013. 384 págs. 24,90 euros
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