Cultura

Abismos en la tierra última

  • Impedimenta recupera 'Picnic en Hanging Rock', de Joan Lindsay · Publicada en 1967, la novela es uno de los títulos más conocidos de la narrativa australiana

Como bien enseñaban a los niños, en Australia la gente vive al revés. La gente vive al revés, y los inviernos son veranos, y hay criaturas dignas de un óleo del Bosco y un firmamento irreconocible. Es en esos dominios, en esa Tierra al Revés, donde -propone Joan Lindsay- unas adolescentes marchan de picnic una mañana y desaparecen. Se esfuman en el aire de la manera más absurda. Sólo una de ellas, Irma, sobrevive y es hallada días más tarde, amnésica y ensangrentada, en mitad de un camino polvoriento.

Nadie sabe qué ha ocurrido: si se han despeñado, si han sido asesinadas, si alguien -se sugiere- ha podido raptarlas y venderlas a algún burdel de Sidney. Nadie sabe, y lo extraño, el desconsuelo, la incertidumbre, termina instalándose en las vidas de todos aquellos que las rodearon.

Recién publicada por Impedimenta, Picnic en Hanging Rock es un clásico de la narrativa australiana. La novela fue llevada al cine, bajo el mismo título, en una magnífica adaptación de Peter Weir. Tal vez gran parte de su popularidad se deba a que su autora nunca llegó a aclarar si los hechos en los que se basaba eran reales o no. Poco importa. El gran acierto de la novela es cómo Lindsay presenta lo perturbador y extraño -e innombrable, tal que sucede en algunos textos de Lovecraft y Cortázar- en un territorio que, realmente, podía transformarse con inusitada facilidad en un sumidero de vértigos.

Las antípodas se ganaban a pulso su nombre. Quienes llegaron los últimos llevaron con ellos sus mitos y sus ritos, el buen Dios, el té de las cinco, las tarjetas de San Valentín, las medias tupidas, los cordiales, los escapularios. Exterminaron -como siempre- a golpe de progreso y de gripe, pero se toparon -también- con circunstancias ante las que no servían ninguna de sus supersticiones, ni sus escalas ni sus razones. Con tarántulas y malaria, con riadas y sequías, con geografía y fauna delirantes, de edades desconocidas.

Uno de los personajes de la novela, Mike Fitzhubert, recuerda con aterrada nostalgia un picnic en Francia que se le antojó, en su juventud, como toda una aventura, y la letal diferencia que suponía con esa naturaleza desquiciante, en la que ni las estrellas coincidían en el cielo.

Desde el comienzo, desde que las atildadas señoritas dejan la seguridad de su colegio para asomar sus naricillas por el campo, el mundo exterior respira amenaza. El aire, la tierra, están llenos de una vida casi invisible, de diminutos y extraños insectos que se afanan en un plano ajeno al nuestro.

Las montañas de Hanging Rock son también un paraje inhóspito para las jugosas, prometedoras larvas que son las niñas del Appleyard. Hanging Rock, con sus millones -¡millones!- de amenazantes años de antigüedad juega con el tiempo, hace que se paren los relojes, que la gente caiga presa de un extraño sopor. Que -realidad última- quienes se acerquen a sus sombras sean víctimas de un extraño magnetismo que les haga avanzar, seguir avanzando -como en una maldición de cuento clásico, de Zapatos Rojos, de condenada dama de Shalott-, hasta topar con algún abismo, brecha de tierra o brecha de tiempo.

Un universo amenazante, de discurrir perturbado, de peligros constantes: más allá de rocas y de misterios, así había de ser el futuro que esperara a todas aquellas niñas tan ajenas al mundo, envueltas en sus muselinas blancas como -justamente- ninfas de gusano.

Como sucede tantas veces en las historias de misterio, en Hanging Rock lo realmente terrible reside en lo que se sugiere. En los peligros cotidianos que pueden esconderse tras lo inexplicable y en los desgarradores efectos mariposa que, a resultas, van sucediéndose en la trama -a destacar, en este sentido, la atmósfera asfixiante que el relato va construyendo en torno a la niña Sara Waybourne-.

Precisamente, y partiendo de semejantes mimbres -unas muchachas que desaparecen sin saber por qué, sin explicación certera-, la trama podría con facilidad resultar ridícula, descalabrada, perfectamente desmontable. Y no lo es: Lindsay parte de un sesgo casi surrealista y lo hace encajar, sin estridencias, en un cuadro de desarrollo elegante y de complicado etiquetaje.

Una buena historia, es cierto, sin alaridos. Bien cerrada y, a la vez, golosamente esponjosa.

Joan Lindsay. Traducción Pilar Adón. Editorial Impedimenta. Madrid, 2010. 320 páginas. 21,95 euros.

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