Cultura

Acaso el teatro

Teatro Cánovas. Fecha: 2 de abril. Compañía: La Zaranda. Texto: Eusebio Calonge. Dirección: Paco de la Zaranda. Reparto: Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez, Enrique Bustos. Aforo: Unas 150 personas (algo menos de media entrada).

Me lo dijo Paco Inestrosa poco antes de que empezara Nadie lo quiere creer de La Zaranda en el Cánovas, con los actores ya en sus puestos sobre las tablas, y tenía razón: "Me gustan porque están ahí, vivos". Y resulta paradójico porque este montaje es una obra de muertos. Pero ellos no, ellos están vivos. Como el instante en que la protagonista, una señorona que comprueba cómo su gloria se vierte en ruina, ya fantasma de sí misma, a la que da vida un Paco de la Zaranda tan humano como la misma muerte, se incorpora, mutilada, y se reivindica: "Yo vengo de la estirpe de Alonso Quijano, de Segismundo, del Príncipe constante; yo arderé en el infierno, pero ellos seguirán vivos". ¿Y cómo es que uno, de nuevo, ante semejante espanto se siente indescriptiblemente vivo en el patio de butacas, conmovido hasta las lágrimas, con ese animal que no para de dar patadas en el estómago, como si se estuviera embarazado de qué demonios? ¿Qué misterio es este, tan parecido a la redención del hombre que, según los Evangelios, se daba golpes de pecho en la última fila del templo mientras lamentaba sus faltas? ¿Por qué ante algo como Nadie lo quiere creer uno se siente tan parcial, prescindible y a la vez tan único y cercano a algo indescriptiblemente superior? ¿Por qué el mundo, el cielo y el infierno ofrecen tan pocas, poquísimas oportunidades de experimentar algo semejante? ¿Qué es esa sombra que aletea y que cuando uno quiere atraparla ya se ha ido? Acaso el teatro.

La Zaranda es la constatación de que el mundo se termina. Lo ha sido siempre. Más ahora. Nadie lo quiere creer es su propuesta más cercano a una trama compleja, un hilo de secretos y traiciones, lo que acerca a la compañía, aún más, al Barroco. La relación de la vieja noble amante del blasón y del jardín "en el que nunca se pone el sol" con sus sirvientes está directamente sacada del corral, con la unidad de espacio respetada, la de tiempo imposible y la de acción violada hasta las cejas. Están todos los elementos del Barroco: los sueños, la presencia anticipada de la muerte, la risa, el escalofrío, el panteón, el jardín arrasado en el que crecen las matas salvajes y la liturgia cristiana. Pero el Barroco también era la representación de un mundo que se terminaba. Por eso, seguramente, la Zaranda se reivindica, y ahora con más fuerza, como el hecho teatral que de una manera más clara y consecuente mantiene viva la herencia de Calderón y Lope. Pero esto es lo de menos; lo asombroso es comprobar cómo estos registros significan en toda su plenitud hoy día. Y lo hacen de una manera política: en gran medida, la representación fantasmal (también me acordé de Sanchis Sinisterra más de una vez durante la función) se refiere a la propia Zaranda, al mismo teatro, pero también a quienes miran. Al público. Al señor que se quedó roncando un par de filas más atrás. A quienes no estaban allí y no han visto nunca a La Zaranda. A mí mismo. Todos están muertos. No hace mucho, como recordaba Alfonso Sastre en un ensayo reciente al respecto, el público pataleaba, gruñía, se quejaba, pedía que saludara el autor o reclamaba su cabeza. Ahora, apenas dice nada. Se sienta, bosteza, se acomoda como puede durante hora y media y luego vuelve a encerrarse en su casa. Éste es un teatro político. Un teatro que denuncia y que llama a las cosas por su nombre. Cuando el personaje del sobrino afirma para cerrar el espectáculo: "La taxidermia ha experimentado un gran progreso. La apariencia de vida es casi real", se estaba refiriendo a nosotros. Y del mismo modo nos hacía sentir vivos. Hay quien dice que La Zaranda lleva treinta años haciendo lo mismo. Pues que sigan. Siempre serán necesarios.

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