Ricardo Menéndez Salmón. Escritor

"Cambian los accidentes, no la sustancia: aún nos congregamos ante lo de siempre"

  • El autor de 'Niños en el tiempo' participó ayer en un encuentro sobre 'La incorporación del medio televisivo a los espacios museísticos' en el Museo Picasso, dentro del ciclo 'Screen TV'.

No resulta descabellado a estas alturas, ni mucho menos, citar a Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) entre lo mejor que ha dado la literatura española en los últimos treinta años. Novelas como La ofensa (2007), El corrector (2009), La luz es más antigua que el amor (2010) y Niños en el tiempo (2014) le emparentan con la necesaria estirpe de Michon, Beckett y Flaubert desde una singularidad filosófica de difícil parangón en el presente. Ayer participó en un encuentro celebrado en el Museo Picasso junto al director del mismo, José Lebrero, sobre La incorporación del medio televisivo a los espacios museísticos, dentro de la programación del ciclo Screen TV del Festival de Cine Español.

-Existen ya museos sobre moda, coches y muebles. Ahora parece que le toca el turno a la televisión. ¿Es un rasgo de la postmodernidad que uno vaya a un museo a ver lo que tiene en casa?

-Fíjate, Asturias está llena de museos. Es una región convertida en parque temático de su propia historia, con la paradoja de que los niños ya no van al campo ni al pueblo a ver cómo el paisano hace el pan: van al museo. Y esto de la proliferación de los museos, y de que haya museos de todo, me produce cierto espanto, porque significa recluir parte de la realidad en espacios que aspiran a reproducirla pero que no dejan de ser simulacros.

-¿Y por qué los museos sobre escritores son tan aburridos?

-Conozco pocos, y casi siempre los asocio a los lugares donde vivieron los escritores. No me interesa mucho la vida de los escritores, pero sí los lugares donde vivieron. La última vez que estuve en París, por ejemplo, seguí las huellas de Samuel Beckett por las casas en las que vivió, que son lugares ciertamente beckettianos, grises, nada especiales, que uno nunca visitaría si no amara a Beckett. Es el ejemplo de cómo la obra de un artista puede parecerse al espacio que habita. Eso sí me resulta más interesante que un museo. Cuando un escritor entra en un museo es como cuando entra en una academia, da un poco de miedo.

-¿Será posible apuntar la biografía de Ricardo Menéndez Salmón a tenor de lo que escribió sobre sí mismo en sus novelas?

-Creo que no. Estoy muy escondido en mis libros, hay que fiarse poco de lo que en ellos se cuenta ahí de ese tal Ricardo Menéndez Salmón. Por otra parte, recuerdo aquella cita de Cioran: "A pesar de la perspectiva de que todos podamos tener un biógrafo, nadie ha renunciado a tener una vida". Sería terrible para un escritor que a alguien se le ocurriera contar su vida a partir de su obra. Pero no, no hay un rastro de quién soy en lo que he escrito. Hay un rastro diáfano de las cosas que me interesan, de mis obesiones, mis miedos y mis pasiones, pero no de mi carácter, ni de mi personalidad, ni de lo que me moviliza cada día.

-Usted firmó su mayor aproximación al arte en La luz es más antigua que el amor. Pero, ¿es la escritura el camino imposible hacia la rotundidad de la imagen?

-Para mí lo es, desde luego. Nunca he entendido el diálogo entre literatura e imagen como un diálogo disyuntivo, sino conjuntivo. A veces tendemos a olvidar que la literatura es un inmenso aparato de creación de imágenes. Piensa en las que ha generado la filosofía en los últimos 2.500 años, tan decisivas como la Caverna. La literatura es capaz de fabricar imágenes de una intensidad y de una pregnancia pasmosas. En mi caso, la literatura se convierte además en un instrumento eficaz para acercarme a un mundo que me interesa mucho, el de las imágenes. El escritor tiene su propia paleta.

-En La luz es más antigua que el amor el arte reunía a personajes de épocas y condiciones muy distintas, y esto mismo sucedía en Niños en el tiempo. ¿La literatura demuestra que la Historia no nos hace tan distintos, aunque Foucault dijera lo contrario?

-La literatura ha trabajado siempre sobre la tesis de que, independientemente de que seamos muy plásticos y de que el tiempo nos haga mudar, mudamos precisamente de un modo accidental, no sustancial. Cambian los accidentes, no tanto la sustancia. Nos seguimos congregando ante los temas de siempre. Cuando hablo con gente joven sobre la pasión de la literatura, siempre digo que esa pasión nos permite leer a autores de hace doscientos años porque su mundo es el nuestro: no lo es a nivel accidental, porque, por ejemplo, no hay aviones; pero sí es un mundo donde la gente se sigue movilizando por esas tres o cuatro preguntas fundamentales, por qué estoy aquí, por qué tengo que morir, cuánto tiempo me queda... La literatura ha trabajado siempre sobre ese acervo, que es común, independientemente del tiempo que nos toque. Por eso, Niños en el tiempo apuntaba la posibilidad de que la reinvención de la infancia de Jesús pudiera ser cautivadora y consoladora para un padre del siglo XXI que ha perdido a su hijo.

-Esas preguntas de las que habla se han adjudicado tradicionalmente a la filosofía.

-Es que la gran literatura también las asume como propias. La buena literatura siempre ha sabido discernir entre la filosofía académica, que no hace más que generar mármoles y es un coñazo, de la filosofía viva. Los grandes escritores son grandes filósofos. Se hacen las mismas preguntas a través de los mecanismos de la ficción. O, dicho de otro modo más asertivo: la mejor filosofía escrita en el último siglo y medio se recluye en las grandes ficciones. Los grandes novelistas son los grandes filósofos. Yo creo que Don DeLillo es un grandísimo filósofo. Y, a su manera, Houllebecq también lo es.

-¿Aunque no sea buen escritor?

-Sí, es cierto que no es un escritor brillante, pero es un tipo que mira en partes de nuestro tiempo que son incómodas, en las que hay poner el ojo y sobre las que hay que hacerse preguntas. Houllebecq tiene mucho olfato para lo que sucede. Y a mí me gusta citarlo porque, dado el tipo de literatura que practico, a mucha gente le sorprende que pueda resultarme interesante. No es un gran estilista, de acuerdo: en ese sentido me interesa mucho más Michon, desde luego. Pero me gusta escuchar su voz, dice cosas de un modo abrupto pero en su obra hay cosas que nos interpelan con mucha agudeza y determinación.

-Tal vez eso se deba a su calidad de humorista. El final de Sumisión, por ejemplo, es hilarante.

-Sí, es un gran humorista, es verdad. Y eso lo lleva mucho a un plano personal, con toda ese presunto interés en convertirse en una star literaria y todo eso. Hace poco me enteré de que siempre lleva consigo un maquillador para que le afee en sus intervenciones públicas, porque ahora dice estar en contra de la belleza y la juventud, afirma que todo eso es una mierda y que prefiere parecer decrépito. Eso va más allá del mero chiste y es solidario con ciertas cosas que aparecen en sus libros.

-¿En qué proyectos trabaja?

-El año que viene sacaré un libro nuevo. Pero me es difícil ponerle rostro, no veo el resultado final.

-Eso promete

-Sí. ¿Sabes?, tengo la intención de entrar en una etapa con mayor distancia entre los libros. Me gustaría que hubiera tres años entre cada uno. Creo que publiqué demasiado a finales la primera década, aunque es verdad que entonces había que generar de algún modo una presencia, imponer una firma o un modo de escribir. Pero ahora siento que la escritura se va remansando. Para escribir una obra que soporte el paso del tiempo, tienes que detenerte un poco.

-¿Es eso un signo de madurez?

-Creo que sí. La vida se va llenando de otras cosas. No puedo dedicarme ya a escribir un número determinado de horas todos los días. Los tempos van cambiando. Mi sueño sería escribir un par de novelas cada década, a lo Chirbes.

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