Cultura

Cambio de disfraz, misma impostura

Drama, España, 2009, 106 min. Dirección y guión: Isabel Coixet. Fotografía: Jean Claude Larrieu. Intérpretes: Rinko Kikuchi, Sergi López, Min Tanaka, Manbu Oshio. Cines: Alameda, Málaga Nostrum, Vialia, Plaza Mayor, Yelmo Rincón de la Victoria.

De Isabel Coixet ya conocíamos su faceta de hábil traductora de los estilemas y lugares comunes del cine indie norteamericano (Cosas que nunca te dije, Mi vida sin mí, La vida secreta de las palabras) en una maniera cinematográfica seductora, cosmopolita y culturalista diseñada para ese público que compra en las secciones alternativas de la Fnac. También conocíamos su pasión confesa por ciertos iconos del cine moderno contemporáneo que han desarrollado unas reconocibles (y sensibles) señas de identidad estilística filtradas siempre desde una concepción trágico-romántica de la esencia ficcional.

Después de visitar con más corrección de la debida los turbios territorios de Philp Roth en su filme de encargo Elegy, Coixet se apunta ahora a la reelaboración de nuevos materiales salidos de su particular baúl de filias y pasiones, que en ocasiones son las mismas de las páginas de tendencias del momento. Se trata aquí de reescribir un cierto imaginario asiático no ya a través del contacto directo con su superficie sino a partir de la cita constante de esos textos culturales que, a su vez, han establecido un renovado y digerible efecto kimono entre los espectadores más exquisitos de Occidente.

El problema aquí reside, una vez más, en cómo esta operación tan autoconsciente tiene siempre la necesidad de gritar su condición referencial antes que integrarla en la materia o la trama de su lenguaje, abocado siempre a una estética pseudopublicitaria o a unos apuntes de modernidad que no planteen ninguna dificultad a su espectador.

De la misma forma que Almodóvar sólo sabe ya rendir homenajes hablando de ellos en voz alta (como el que le hace a Te querré siempre y a Rossellini en Los abrazos rotos), Isabel Coixet se ve obligada a compartir con su público todos los guiños cinéfilos y culturales que pueblan sus filmes de la manera más evidente posible, a saber, señalándolos con un dedo bien visible que subraye la complicidad. Mapa de los sonidos de Tokio está plagado de ellos: canciones, texturas, ritmos y colores que rememoran el cine de Kar-wai, carteles de películas de Jean-Pierre Melville (El samurái), un intento de sublimar el uso del sonido (al estilo Lucrecia Martel) que no va más allá de una argucia narrativa, un personaje que registra sonidos salido de Café Lumiere, de Hou Hsiao-hsien, una distante voz en off que evoca una estructura de cuento y el universo literario de Murakami, vistas nocturnas de la ciudad al estilo Lost in translation, una tienda de vinos llamada Vinidiana (sic), etc, etc.

Músicas, paisajes, lugares e ideas de guión asumen así una condición impostada que no siempre encaja con el poco consistente trazo trágico-romántico que sigue presidiendo el núcleo de sus historias, en este caso encorsetado dentro de los cánones del género criminal y aderezado con unas discretas pinceladas eróticas (para todos los públicos) que remiten a títulos como El último tango en París, 2046 o Una relación privada.

Más allá de este panorama siempre sospechoso, Mapa de los sonidos de Tokio nos regala algunos de los peores diálogos jamás escritos por la cineasta catalana, líneas y réplicas de una cursilería y literalidad insufribles entre un Sergi López en serias dificultades (su acento inglés, aun disculpado por su personaje, llama a la carcajada) y una Rinko Kikuchi infradibujada como personaje femenino que encierra una historia de sufrimiento, amor y redención muy poco consistente.

En su inagotable capacidad para generar clichés de segunda mano (ya saben eso de la estética de anuncio de compresas o eso otro de ¿a qué huelen las nubes?), Coixet ha conseguido incluso la difícil tarea de que el bueno de Antony (and the Johnsons), paradigma del cantante sensible y desgarrado, se nos acabe atragantando de tanto manoseo. Como no podía ser de otra forma, la catarsis de su historia de sexo, amor y muerte se cierra con una de sus canciones.

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