Crítica de Teatro

Coordenadas para un mapa escénico

María Martínez de Tejada y Rocío Rubio, en una escena de 'De hienas y perros o el eco de los caníbales'.

María Martínez de Tejada y Rocío Rubio, en una escena de 'De hienas y perros o el eco de los caníbales'. / daniel pérez / factoría echegaray

Si hacemos caso a ciertas crónicas, seguramente interesadas y hasta maledicentes, Shakespeare fue testigo directo del majestuoso ascenso de una enorme ballena desde las profundidades del mar mientras realizaba un viaje en barco. Algunos críticos entusiastas afirman que aquel espectáculo de la naturaleza dejó tal impronta en el Bardo que a partir de entonces se rompió la cabeza buscando la posibilidad de recrear aquella experiencia en la escena. Su empresa, claro, fracasó, pero, según los mismos críticos, contribuyó a que el teatro del autor de Hamlet se hiciese más evocador, más poético y menos pegado a la tierra, lo que cristalizó con mayor o menor fortuna en La tempestad, donde al menos sí había un naufragio (un par de siglos después Herman Melville cerraría el círculo poniendo al Rey Lear mutado en Capitán Ahab a perseguir a Moby Dick, pero ésa es otra historia). El caso de la ballena de Shakespeare demuestra hasta qué punto el teatro es, de todas las artes, el más consciente de su límite, dado que, por mucho que se ensanche el pacto con el público en cuanto a símbolos, la extensión de la escena y, por tanto, sus posibilidades narrativas, son las que son. Sin embargo, una muestra bien palpable de talento escénico consiste en el aprovechamiento de esos límites, y no su negación, para trascenderlos. Y eso es justo lo que ofrece De hienas y perros o el eco de los caníbales, la obra de Paco Bernal que dirige Mercedes León para Factoría Echegaray. Se trata, en esencia, de la confluencia de personajes que en distintas épocas y por las mismas razones caminan, huyen, dejan atrás sus casas y sus identidades, cruzan mares y continentes y cuando creen haber llegado a algún lugar continúan su marcha hasta la siguiente ilusión de acogida, que nunca será tal. El montaje reúne a cinco mujeres (una emigrante africana que se juega la vida en el Estrecho, una profesora albanesa obligada a prostituirse, una desahuciada que defiende hasta la sangre el cajero en el que duerme y dos malagueñas que huyen en la Desbandá tras el bombardeo de 1937) unidas en su condición de víctimas, y resulta revelador el modo en que la asunción del límite escénico refuerza, y hasta qué punto, la noción de distancia transcurrida y por transcurrir: la escena es aquí, sí, un mapa del mundo con sus coordenadas bien precisas e identificables.

Un mar audiovisual y un suelo de arena real prefiguran con eficacia el camino, la frontera traspasada, la transición continua a modo de signo de la existencia, como si el troyano Eneas hubiese encontrado en su éxodo perpetuo un teatro de su incumbencia. La dirección de Mercedes León se crece en el contacto físico, sobre todo cuando es más explícito y carnal (genial la pelea entre los personajes de Encarni y Klari, bien orquestada y mejor coreografiada), aunque habría sido preferible una mayor desnudez formal en los apartes, donde abundan gestos reiterativos; eso sí, donde con más excelencia brilla su hálito poético es en la co-temporaneidad de los personajes, dibujada de manera sutil pero bien significativa, sin más cables que los necesarios, dejando suficiente margen a la imaginación del espectador. El quinteto protagonista roza el estado de gracia con una querencia común a la verdad como materia interpretativa: es justo con la arena en la boca como con más fuerza se clava este teatro en el corazón.

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