Cultura

Correr (juntos) hasta la muerte

  • Peter Weir reconstruyó los preámbulos y la famosa Batalla de Galípoli para reivindicar cierta esencia del hombre y la nación australianas en la aventura y el retrato de dos amigos corredores

Los manuales de Historia recogen la Batalla de Galípoli, también conocida como la de los Dardanelos o Çanakkale según la nombren australianos y neozelandeses, británicos o turcos, como aquella librada por el ejército aliado y el ejército otomano en las playas de la península turca de Galípoli a lo largo de 1915.

Ideada por Winston Churchill, la estrategia de la campaña aliada en la zona buscaba liberar ese paso para llegar a Estambul y abastecer al Imperio Ruso, además de convencer a Rumanía, Serbia y Bulgaria de la necesidad de unirse al bando aliado para crear un tercer y mucho más poderoso frente contra el Imperio Austrohúngaro.

Los diferentes ataques aliados fueron un fracaso, frenados por las ametralladoras turcas, que sitiaron a las tropas en las playas durante meses bajo condiciones extremas (calor, escasez de agua, moscas, disentería...), minando su moral mientras sus mandos no conseguían desatascar la situación. Como resultado, cerca de 300.000 soldados aliados, entre ellos un amplio destacamento de las ANZAC (Australian and New Zealand Army Cops), y 250.000 turcos perecieron en Galípoli, y no fue hasta comienzos de 1916 cuando los supervivientes empezaron a ser evacuados de la zona.

Si hoy se conoce mucho mejor este episodio marginal de la Primera Guerra Mundial es gracias a Gallipoli (1981), el filme que catapultó a Hollywood a su director, Peter Weir, y a su protagonista, Mel Gibson, después de unos prometedores inicios en el cine australiano. Si Weir había firmado ya por entonces dos estupendas películas como Picnic en Hanging Rock o La última ola, el joven y carismático Gibson venía de protagonizar Mad Max, el neo-western apocalíptico de George Miller.

El interés de Weir en este episodio histórico corresponde, casi sobra decirlo, al punto de vista australiano, es más, a cómo éste ayudó a forjar un ideal de la patria y la nación apenas 14 años después de su independencia, a partir del reconocimiento de sus víctimas como héroes y mártires de una guerra a la que fueron arrastrados por el Reino Unido, un sentimiento que la cinta refleja en numerosas ocasiones en las que el guión de Weir y David Williamson, basado en los libros Oficial History of Australian in the War of 1914-1918, de C.E.W. Bean, y The Broken Years, de Bill Gammage, no deja pasar la oportunidad para lanzar algún dardo envenenado contra la antigua Madre Patria, más concretamente a sus mandos y oficiales.

Con todo, Gallipoli no es una película bélica strictu senso. No al menos en sus dos primeros tercios. Apenas el tercero nos sitúa en las trincheras y el frente de batalla turco, recreado íntegramente en paisajes australianos con rigurosa fidelidad histórica y gusto por el detalle. Hasta entonces, la cinta traza el retrato en movimiento (Australia, Egipto, Turquía) de una fuerte y conmovedora amistad masculina forjada en la necesidad de salir al mundo y en la pasión compartida por la carrera de dos jóvenes, símbolos de un ingenuo deseo de aventura, libertad y gloria que se verá pronto truncado por la Historia.

De los paisajes horizontales y desérticos del Oeste de Australia a ese último y emblemático plano congelado del soldado herido de muerte en pleno sprint hacia las filas enemigas, de los pautados ritmos electrónicos de Jean-Michel Jarre a la deriva elegíaca del Adagio de Albinoni, entre secuencias de hermosa elocuencia mítica (los dos soldados apostados en las pirámides de El Cairo al atardecer, la llegada nocturna en barco a las playas turcas), Gallipoli muestra ya el gusto de Weir por la narración clásica que se extiende sobre su filmografía posterior, en el retrato de la relación entre dos amigos de diferente carácter (Mark Lee y Mel Gibson traducen muy bien físicamente esos impulsos de juventud antes del asomo inevitable del miedo), cuyo destino queda unido ya desde el primer encuentro en una carrera local.

Esos dos ritmos, esos dos caracteres (el primero alegre, puro e intrépido; el segundo pícaro y astuto) a la postre complementarios, se irán acompasando poco a poco en el filme hasta formar una unidad que simboliza un cierto ideal del hombre australiano y su pérdida definitiva de la inocencia: un hombre sencillo, noble, leal, aventurero, competitivo, guerrero pero no sediento de sangre.

Como señala Nekane Zubiaur en su estudio (Cátedra) sobre Weir, "Gallipolli puede leerse como una carrera contra el tiempo y la muerte asentada sobre tres pilares fundamentales: el espacio, el movimiento y el tiempo. Tres dimensiones cristalizadas en la onírica imagen que sirvió de referencia para el diseño del filme: las figuras de los dos jóvenes caminando en el desierto entre los relojes blandos de Dalí". Por fortuna no han quedado esos relojes, pero sí esas dos siluetas en un paisaje en los límites de la abstracción, emparentadas ya en las resonancias visuales de la historia del cine con la de Lawrence de Arabia en el filme de David Lean o con el doppelgänger Damon-Affleck en Gerry, de Gus Van Sant, una película que nos parece ahora nacida toda ella de ese periplo por el desierto australiano, un premonitorio periplo hacia la muerte.

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