En el mundo del teatro anglosajón existe gran reparo por mentar la obra Macbeth. La superstición exige denominarla “la obra escocesa” bajo pena de mal fario si alguien se atreve a llamarla por su nombre. Gran parte de esta creencia se basa en el uso de conjuros malignos reales en el texto. Y no sé si habrá nigromancia en esta puesta en escena de Mu Teatro, pero lo que sí hay es mucha magia.

Porque hechicería ha de ser que la obra del Bardo se manifieste en todo su esplendor con dos únicos actores, que recrean el mito con una agilidad y una verdad que demuestra que no necesita más almas. Solo dos cuerpos, dos torsos que se convierten y retuercen en toda la materia teatral necesaria para este parto. Además, los intérpretes encaran sin ningún miedo el reto: se aman, se desprecian, se matan, se hacen uno. Simón Ramos sufre con auténtico desgarro las tribulaciones del traidor, con todos sus matices que le llevan a la locura, mientras Pape Labraca construye con una versatilidad pasmosa desde el cuerpo de mujer hasta el militar receloso.

La directora, Eun Kang, propone una adaptación ágil con una superlativa inteligencia en el uso de los recursos. Una decena de percheros en abundante movimiento se convierte en árboles, invitados o sombras; mientras que el juego de vestuarios se exprime siempre buscando una última vuelta de tuerca al código. Esta Escocia imaginada, bañada por un diseño de luces exquisito, se convierte así en el reino del símbolo y la imagen poética. Una declaración de intenciones y de amor al juego dramático, que encuentra su éxtasis emocional en la batalla de aliteración de golpes en el pecho desnudo, o el insigne monólogo de Lady Macbeth sobre sus manos. Y aunque alguna concesión a la comedia resulte extemporánea, la magia del teatro del bueno dio vida a los muertos en el Echegaray. Así que será cosa de hechicería. O más seguramente, de talento.