Cultura

Digamos que fue una revista

Teatro Alameda. Fecha: 18 de noviembre. Texto y dirección: Dunia Ayaso y Félix Sabroso. Reparto: Bibiana Fernández y Loles León. Aforo: Unas 600 personas (lleno).

Parece que todo el mundo sabía de qué iba la cosa, pero juro por las torrijas de Aparicio que fui a ver ayer La gran depresión sin tener ni la más remota idea ni expectativa alguna sobre lo que me iba a encontrar. La decoración kitsch no me daba demasiadas pistas, pero finalmente salí de dudas cuando Loles León y Bibiana Fernández salieron a escena, con unos micrófonos adheridos en sus respectivas frentes que reproducían sus voces a un volumen atroz y con el nivel de reverb a tope. Aquello, claro, parecía un número de formato televisivo, algo sacado de Noche de fiesta, una revista contemporánea, con plumas y todo, en su vertiente más humorística. Conforme la representación avanzaba aquella primera sospecha se iba viendo confirmada: todo consistía en el viejo recurso de subrayar las notorias diferencias físicas entre sus protagonistas, sometiendo al ridículo más penoso a la más bajita, que transigía feliz. Lo más parecido a una presunta postura teatral llegaba cuando las actrices se ponían con los brazos en jarra, indistintamente. Las réplicas destilaban tanta naturalidad como un maniquí en un almacén. El único recurso dramático que asomaba de vez en cuando era el de gritar mucho cuando el clima se ponía tenso, y estos momentos, dada la poderosa amplificación de las voces, se traducían en una leve molestia en el oído izquierdo. Y ya se sabe que en teatro un volumen demasiado alto tiene la función decisiva de ocultar carencias. De modo que sí, aquello era una revista e iba más o menos bien, al más puro estilo de los históricos dúos cómicos que no hace falta nombrar a estas alturas. Y por qué no. Apetecía una distensión amable para relajarse un poco, con la que está cayendo. En algún momento eché de menos unos pistachos, pero superé la adicción y me entregué sin reparos.

Sin embargo, una vez que había aceptado estas reglas del juego salieron a relucir ciertas pretensiones, digamos, reflexivas. Como si las actrices quisieran inspirar a través de sus personajes determinadas inquietudes sobre el amor, el paso del tiempo, la madurez y la aceptación del fracaso. Y aquella placidez entretenida se fue a hacer gárgaras. Seguramente Dunia Ayaso y Félix Sabroso querían hacer algo de humor con el asunto del suicidio, pero no, el episodio de la pistola no tuvo ninguna gracia, y no por serio sino por aburrido. Todo iba mucho mejor cuando Bibiana Fernández y Loles León cantaban o se arrimaban para que el público pudiera constatar, una vez más, lo distintas que son, como Laurel y Hardy. El tono revistero de varietés en vísperas de festivo debió haberse prolongado sin más. El pretendido homenaje a los 80 con la consabida nostalgia hacía aguas por todas partes: lo que de verdad funcionaba era el gag, el miriñaque, el bululú que las actrices se traían a cuatro manos. El resto era un jarro de (más) agua fría. Lo peor, no obstante, era leer en el programa de mano que lo que Ayaso y Sabroso pretendían hacer con este invento era un homenaje "a la alta comedia de los cincuenta". Entonces sí, cabe concluir con pena que lo más grave de La gran depresión es que no es un montaje honesto. Para nada hay aquí un mínimo asomo a Tono o a Álvaro de Laiglesia, pero es que tampoco le hace falta. Lo mejor que se puede decir de la obra es que era una revista de guasa, a pesar de todo. Ojalá lo hubiera sido. La estrella de esta crítica es para la risa floja que le entró ayer a Loles León en la función: una brizna de algo auténtico entre tanta impostura.

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