Crítica de Cine

El 'Dodes'ka-den' perruno de Anderson

Como no podía ser de otra manera, el atracón de japonesidad cultural de Wes Anderson en esta su segunda obra maestra animada tras El fantástico Mr. Fox se despliega en una inabarcable cantidad de capas, tramas, matices y detalles que no impiden, empero, percibir en cada plano, en cada diseño, en cada traducción o en cada gesto (cómico) su personalísima manera de entender el mundo y filmar las cosas.

Isla de perros no es únicamente el filme japonés de Anderson, su particular homenaje multirreferencial a una cultura (del sushi a los haikus, de los ukiyo-e a los robots) y su cine (Kurosawa, Ozu, Miyazaki...), sino que es también un paso más en su conquista formal de un universo personal e intransferible que ha hecho del viejo stop-motion y de las maneras artesanales de la animación toda una declaración de intenciones estéticas para desplegar su virtuosismo y su bien entendida y digerida posmodernidad al servicio de relatos tan sencillos en su superficie como alambicados en su estructura y políticos en su mensaje.

La película diseña un territorio distópico de basura y radiación en el que los perros, último vestigio de lo humano, han sido confinados al aislamiento en espera de su definitiva aniquilación a manos del malvado y kaneiano alcalde Kobayashi. Allí, una pequeña y achacosa célula canina rebelde y un niño valiente librarán la última gran batalla, la última aventura para recuperar el orden y la cordura de un mundo en descomposición (literal). También desde la ciudad de Megasaki, otros jóvenes revolucionarios se suman a la causa revolucionaria en honor a Yoko Ono (sic).

Anderson agita en su prodigiosa coctelera ingredientes e ideas de diversa procedencia para levantar una verdadera isla de gozosa materia que cobra vida y alma en los detalles y se sobrepone incluso a la a veces algo caprichosa estructura capitular y temporal que guía a los espectadores más perezosos por esta sucesión de escenas y pantallas preñadas de belleza oriental y apocalíptica, inteligencia sensible y gusto por los guiños significativos.

Al compás de los tambores de un recuperado Desplat y los sones de los viejos maestros Hayasaka y Prokofiev, nuestros perros sucios, heroicos y valientes y nuestro pequeño Atari atraviesan las etapas del apocalipsis y la destrucción iluminando cada rincón con su elocuencia, su solidaridad y sus lágrimas, desafiando al poder y sus conspiraciones, reivindicando al otro con o sin papeles, trazando en el espacio en miniatura todas las filigranas imaginables que hacen de la materia animada un catálogo infinito de posibilidades expresivas y un reducto inexpugnable para la emoción y la independencia.

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