Letras El rescate de un clásico en sus facetas de prosista y viajero

Europa según Leandro Fernández de Moratín

  • El Olivo Azul publica 'El hombre que comía diez espárragos'

En la historia de la literatura española, el periodo ilustrado que se extiende entre las postrimerías de los Siglos de Oro y el breve suspiro romántico se contempla como una mancha negra en manuales y revisiones críticas. Ya Menéndez Pelayo afirmó que poco o nada podría rescatarse del siglo XVIII en España en materia literaria, y entre las censuras impulsadas por Floridablanca y los escrúpulos clasicistas de autores y estetas como Ignacio de Luzán (que, entre otros méritos, lograron apartar a Lope y a casi todo Calderón de los teatros), la apariencia, al menos, parece darle la razón. Sin embargo, precisamente por ello, esta etapa resulta apasionante en el sentido de que conserva aún mucho por revelar más allá de los tópicos que logró crear sobre sí misma. Un hallazgo notable es la reciente recuperación de las crónicas de viajes escritas por Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760 - Madrid, 1828) entre 1792 y 1797 a cargo de la editorial El Olivo Azul en el volumen El hombre que escribía diez espárragos, un libro divertido, singularmente moderno y que permite descubrir, a estas alturas, a un narrador exquisito dotado de precisión de cirujano.

Leandro Fernández de Moratín es más conocido por El sí de las niñas, ejemplo característico del teatro ilustrado (en el que compitió con Tomás de Iriarte y también con Jovellanos, que deleitó al público con la comedia sentimental El delincuente honrado), y por su decidida inclinación afrancesada. Poco se sabía de su faceta de narrador, injusticia felizmente resuelta gracias a este libro, con edición al cargo de Alberto Santamaría. El volumen incluye dos crónicas, Apuntaciones sueltas de Inglaterra y Viaje a Italia, además de una curiosa correspondencia mantenida durante el trayecto con otros autores como Jovellanos y Forner. En realidad, los textos hacen referencia al mismo viaje, que se prolongó durante cinco años por el continente y a punto estuvo de terminar en tragedia frente a las costas españolas cuando el regreso en barco tocaba a su fin. Moratín ofrece una exhaustiva descripción de Londres, de las borracheras del Príncipe de Gales, del instrumentario preciso para servir el té en cualquier casa decente (con una obsesión por el detalle que Santamaría compara acertadamente con Perec) y sobre todo del teatro: a pesar de que no conocía una palabra de inglés cuando realizó el viaje (exhibe Moratín de hecho un visible menosprecio del idioma), su visita a uno de los grandes escenarios londinenses, en el que las violentas reacciones del público le llenaron de tanta simpatía como estupor, le conquistó para siempre hasta el punto de que algunos años después terminaría traduciendo Hamlet en la histórica primera versión de Shakespeare en castellano.

En Italia Moratín se detiene en el catálogo de enfermedades venéreas y el censo de prostitutas en Nápoles (en un posible guiño a su padre Nicolás, autor del Arte de las putas), en los birriquines (maleantes) de Bolonia, en los sorbos de café en Roma (donde la prostitución es ejercida por toda clase de mujeres, casadas y solteras) y sobre todo en el arte. Como una melancolía por lo que España pudo ser y no fue.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios