Cultura

Kung fu LladróElogio del esbozo animado

Drama, China-Hong Kong, 2013, 130 min. Dirección: Wong Kar-Wai. Guión: Zou Jingzhi, Xu Haofeng, Wong Kar-Wai. Fotografía: Philippe Le Sourd. Intérpretes: Tony Leung, Ziyi Zhang, Chang Chen y Wang Qingxiang.

Wong Kar-Wai es un sobrevalorado confitero de imágenes que reveló su verdadera esencia -una nada de colorines- en su peor película, My Blueberry Nights; porque es en los tropezones donde mejor se pueden calibrar los reflejos creativos de los cineastas. Ahora se pasa a las películas de kung fu sin abandonar su estilo relamido pródigo en cámaras lentas, planos detalle, festival de colores y composiciones barrocas. Nada que ver con otras incursiones de otros colegas de mayor fuste -Ang Lee, Zhang Yimou- en los coreográficos terrenos de la estilización de las películas populares de artes marciales.

Esta historia de amor, traición y venganza se inspira parcialmente en la vida de un famoso maestro de kung fu que contó con Bruce Lee entre sus discípulos, según destaca la publicidad para atraer a los fans de las películas de mañas que rinden culto a ese pésimo actor de películas horrorosas que se convirtió en el semidiós del género y hasta en su dios tras su temprana muerte. Les decepcionará, porque es larga y aburrida.

Como ya sabemos después de varias docenas de películas de kung fu, las artes marciales son una filosofía y una forma de vida además de un modo de autodefensa o de ataque (que de todo hay en la viña del Señor) que el cine ha exagerado con saltos de varios metros, carreras que desprecian la verticalidad de las paredes y peleas en el aire. Así que Wong Kar-Wai, a quien tanto le van los trascendentalismos de pega, se aplica a dar trascendencia a las volteretas, dimensión trágica a las traiciones y venganzas que enfrentan a la nieta de un anciano maestro y a su discípulo traidor -con la guerra chino-japonesa como telón de fondo- y un aura de romántica imposibilidad a los amores entre los contendientes. Todo con filosofía, mucha filosofía: sobre la lealtad, la vida, la muerte, el amor , la lucha (estupendos los largos nombres de las mañas) o -por citar un ejemplo literal- cuánto tiempo debe estar una sopa en el fuego. Todo expresado a través de unos diálogos en los que de cada tres frases, dos son una sentencia que reviste de solemnidad lo irrelevante.

Filmada con la paciente aplicación de la interminable paleta de colores y los cursis recursos expresivos propios de este director, el protagonismo recae casi exclusivamente en el director de fotografía, Philippe Le Sourd, ayudado por unos lujosos decorados y un suntuoso vestuario.

Animación, Francia-Bélgica, 2012, 80 min. Dirección: Stéphane Aubier, Benjamin Renner, Vincent Patar. Guión: Daniel Pennac. Música: Vincent Courtois. Voces originales: Lambert Wilson, Pauline Brunner, Lauren Bacall, Féodor Atkine, Anne-Marie Loop, Dave Boat.

¿Una película de animación infantil en la que resuenan ecos de Cero en conducta, de Jean Vigo, o Los amantes de la noche, de Nicholas Ray? Sí, y mucho más.

Ernest et Célestine nos depara una de esas agradables sorpresas que sólo la animación es capaz de lograr en tiempos de imágenes desgastadas y cansinos guiños posmodernos. Volviendo a la simplicidad del trazo y el dibujo casi hasta el grado del esbozo, con fondos fijos y tonos de acuarela, la cinta de Aubier, Renner y Patar (Pánico en la granja), nacida de los cuentos ilustrados de Gabrielle Vincent y con un guión de Daniel Pennac (Mal de escuela), nos devuelve a ese estadio artesanal y analógico en el que la imagen animada se articulaba en un universo formal propio sin necesidad de aspirar al fotorrealismo digital, convertido hoy ya en cansino modelo estético dominante.

Ernest et Celéstine nace como un dibujo animado autoconsciente, como aquel dinosaurio Gertie de los orígenes en el que el trazo del lápiz, el papel y la materia se hacían visibles como forma en movimiento para crear figuras y configurar un universo narrativo y emocional de altos vuelos. Desde ese primer gran gesto, la película articula su fábula de mundos arquetípicos separados con prodigiosa consistencia y fluidez: el subterráneo, habitado por ratas y ratones que han de buscar dientes para su supervivencia; y el de los osos feroces (o no tanto) de la superficie, también organizados de acuerdo a una lógica social.

Del encuentro entre una ratita artista y solitaria y un oso vagabundo, hambriento y bohemio, surgirá un cruce de ida y vuelta entre estos dos mundos observados desde la ternura y la moraleja conciliadora, pero sobre todo, desde un brillante sentido del gag y la comicidad plástica que instalan en este cronista una permanente sonrisa y lo contagian de una extraña cualidad edificante que no sólo nos reconcilia con el potencial expresivo y emocional de la animación, incluso con su vertiente más abstracta, sino con ciertos mensajes de comprensión y tolerancia que, no por estar ya algo desgastados por el uso, dejan de tener aún su validez universal.

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