Crítica de Teatro

Lúcida locura, cáncer en la boca

La sesión final de freud

Teatro Cervantes. Fecha: 2 de octubre. Dirección: Tamzin Townsend. Texto: Mark St. Germain. Versión: Ignacio García May. Reparto: Helio Pedregal (Sigmund Freud) y Eleazar Ortiz (C. S. Lewis). Aforo: Unas 300 personas.

Afirmaba Vladimir Nabokov que respetaba a Sigmund Freud como lo que era: un autor humorístico. Y es curioso, porque el Freud de Mark St. Germain se revela como un fino humorista, hábil a la hora de reírse de sí mismo (sin que lo parezca, claro: la determinación con la despacha a quienes ponen en duda su autoridad es bien férrea) y de buscarle los tres pies al primer gato que se le ponga por delante. Alguien que decidiera tomarse los chistes tan en serio debía pasárselo en grande en la intimidad, por más que de puertas afuera prefiriese el modo estricto de la impronta científica; pero, más aún, el psicoanálisis no deja de ser la mirada de algún dios pasado de rosca (cuánto tendría que decir el gnosticismo, aún, a estas alturas: lean el último ensayo de John Gray publicado en España, El alma de las marionetas, y se convencerán) que se parte de risa deleitándose con las cotidianas miserias grotescas de sus criaturas más cómicas. Lo curioso es que hoy, gracias en parte al desarrollo proverbial de la industria farmacéutica, es necesaria la misma fe para creer en el psicoanálisis que para creer en Dios; pero, por más que ni siquiera haga falta un diván para delatar los traumas del homo wasap, todavía conviene acercarse al maestro de la sospecha cuando se trata de sentar en el mismo diván a Dios, a ver si hay madre que lo entienda. De todo esto trata La sesión final de Freud, magnífico texto del dramaturgo estadounidense que propone un encuentro entre Freud y el escritor y catedrático anglicano C. S. Lewis el 3 de septiembre de 1939, justo el día en que Inglaterra declara la guerra a Alemania, en Londres. Tamzin Townsend dirige la producción de la Universidad Internacional de La Rioja con Helio Pedregal como Freud y Eleazar Ortiz como Lewis, ambos redondos en una creación no precisamente sencilla.

En un discurso pegado a la tragicomedia, la obra indaga en los límites entre fe y razón. Lo mejor es que, cuando creíamos que el debate había quedado cerrado, olvidado o dado por imposible, esta obra dirige sus dardos al espectador del siglo XXI: lo hace, cierto, echando mano del último gran episodio histórico en que tal debate pudo darse con la mínima exigencia, pero delatando que las mismas dudas continúan abiertas dado que, y de esto se trata, al ser humano se le niega un conocimiento mayor. El Freud que construye un Helio Pedregal solvente, pleno de matices y triunfante en tan difícil papeleta es un octogenario que sufre los dolores de un cáncer en la boca y se dispone a morir; incluso, a adelantar la muerte de su propia mano para ahogar el sufrimiento. El autor de Las crónicas de Narnia, amigo muy cercano de J. R. R. Tolkien, es un pensador anglicano que acepta, influido por Chesterton, el credo católico respecto a la redención del mundo y la absolución de los pecados; y Eleazar Ortiz le confiere los surcos precisos para hacer de él un creyente que, a pesar de su convicción, también duda y admite su falta de respuestas en las cuestiones esenciales. Lo mejor de La sesión final de Freud es la posibilidad de asistir a un duelo dialéctico entre caballeros de tal calibre en pleno apogeo de la banalidad y la estupidez. Freud y Lewis discuten cuando el mundo se asoma al abismo por culpa de Hitler; caída la cuarta pared, la lucidez puesta en juego resulta sanadora cuando todo parece irse al garete por una cuestión más prosaica: la alegría con la que la especie humana ha abjurado de sus competencias, por más que no falten émulos del líder nazi.

La sesión final de Freud es, en fin, un gustazo en la medida en que considera al espectador un ser inteligente: la obra sabe ser divertida, amena y ágil sin renunciar un instante a su hondura, y tanto el montaje como las interpretaciones juegan a favor. Sólo se echa de menos, tal vez, un mayor trabajo físico desde la dirección en la construcción de los personajes. Menudencias, al cabo, en una gran obra.

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