Crítica de Teatro

Memorias de una libertina

Entre la prolífica obra de Stefan Zweig se esconde un breve relato sobre Mistress C, una viuda aristócrata que una noche cualquiera decide sacar de su pecho el lastre que supone la experiencia más intensa y devastadora de su existencia: el encuentro con el fuego de una pasión que la arrastra por la vergüenza, la humillación y la renuncia consciente al honor. Una historia salpicada de todos los elementos necesarios para una gran tragedia: ludopatía, depresión y querencia al suicidio.

Con este material dramático, Silvia Marsó se lanza valientemente y sin red a la aventura de producir un musical de bolsillo, que lejos de buscar el fuego artificial y el colorido típico de Broadway, se adentra en la oscuridad del alma humana en todas sus dimensiones. Un trío de piano, violonchelo y violín hilvana en directo la atmósfera sonora lúgubre que enmarca este trance, mientras solo un juego de cortinas y la austera convención teatral dan forma asfixiante al casino, el hotel y la estación. Germán Torres toma la escena cual maestro de ceremonias y custodio de la fatalidad, que empuja a los personajes a encontrarse con su destino: nos encandila como contrapunto cómico, pero no seduce tanto en sus solos musicales. Felipe Ansola rebosa potencia y control sobre su voz, curtida para el mundo del musical. Y Silvia Marsó se crece poco a poco tras cada número, llegando a alcanzar un brillo sorprendente.

Aunque al espectáculo le cuesta coger carrerilla desde el pozo de desolación desde el que comienza, los amantes consiguen derrochar luz en su encuentro en la iglesia, lo que arranca el aplauso del respetable. Un viaje en clave melodramática al mundo de una víctima de la tradición y el decoro, un personaje con el que, afortunadamente, cada vez nos es más difícil empatizar.

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