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Primera etapa: génesis de una exploración

  • Impedimenta brinda por primera vez en castellano la novela con la que Stanislaw Lem se inició en la ciencia-ficción, escrita en 1951 y contenedora ya de las líneas maestras del autor polaco

Cuenta la leyenda que cuando Stanislaw Lem (Lvov, 1921 - Cracovia, 2006) salió de ver el Solaris de Andrei Tarkovsky en 1972, afirmó: "Me ha gustado mucho. Pero esperaba encontrarme una adaptación de Solaris, no de Los hermanos Karamazov". En realidad, el escritor polaco sí pilló cierto berrinche a cuenta del trabajo del realizador ruso, especialmente por su final, con aquella recreación de la parábola del hijo pródigo y con Kelvin, el protagonista, arrepentido de alguna forma de sus ensoñaciones espaciales y dispuesto a conformarse con los brazos de la madre Tierra. El final de la novela es, por supuesto, bien distinto: Kelvin se sobrepone y acepta seguir explorando el cosmos a pesar de que ha comprendido que nunca será capaz de conocerlo, de interpretarlo ni de medirlo, y a pesar incluso de que él mismo será considerado en su seno un intruso. Al final de Astronautas, la primera novela de ciencia-ficción que escribió Lem (con la excepción del relato El hombre de Marte, publicado antes por entregas en un semanario), aparecida en 1951, el astrónomo Arseniev afirma (lean tranquilos, no es un spoiler): "Amigos, Venus es sólo una etapa. Nuestra expedición es el primer paso en un camino cuyo final ninguno de nosotros puede ni siquiera imaginar. Creo firmemente que iremos más allá de los límites del sistema solar, que caminaremos por miles de cuerpos celestes que giran alrededor de otros soles, y que llegará el día (dentro de un millón de años o dentro de mil millones de años) en el que el ser humano poblará toda la Galaxia". La definición irrenunciable del ser humano como homo rimor, criatura necesariamente exploradora, ya estaba marcada a fuego en la primera mirada de Lem al cielo. Ahora, el sello Impedimenta publica por primera vez en castellano Astronautas dentro de su ya abultado catálogo dedicado a Lem, con impecable traducción del polaco a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz, un prefacio de Jerzy Jarzebski y unas jugosas líneas a modo de prólogo escritas por el propio Lem también en 1972. El lector ya iniciado en el universo del autor de Fiasco (al no iniciado se le recomiendan otros títulos para la causa, como el mismo Solaris, o los Diarios de las estrellas) encontrará, claro, a un Lem primerizo, un tanto atípico, desmesurado a veces y arrimado a la tentativa otras; pero también hallará así algunas de las líneas maestras que sostuvo a lo largo de su escritura uno de los mayores genios del siglo XX.

Lem escribió Astronautas entre noviembre de 1950 y mayo de 1951 como respuesta a un encargo editorial, tal y como cuenta Jarzebski en su prefacio, gracias en parte a la buena acogida de El hombre de Marte y al interés que la ciencia-ficción empezaba a despertar en la Polonia comunista. Nuestro hombre era un médico de 30 años que había sufrido un largo calvario para la fallida publicación de su primera novela, El hospital de la transfiguración, una pesadilla con la que denunció los horrores del nazismo (rescatada también por Impedimenta en castellano) y ante la que las autoridades polacas presentaron sin embargo abundantes reparos por no ser suficientemente comunista. Aunque hubo algún crítico que la condenó por carecer de "conciencia de clase", Astronautas gozó nada más publicarse de un gran éxito que cristalizó en una adaptación cinematográfica coproducida pocos años después por Polonia y la RDA y que consagró a Lem como el gran autor de ciencia-ficción que sería hasta su muerte (dotado, no obstante, de una poderosa raigambre filosófica para unos y de poco más que cierta gracia satírica para otros; la aproximación más feliz, como suele, estaba justo a medio camino). Eso sí, en esta ocasión Lem decidió curarse en salud: Astronautas transcurre en un futuro en el que el comunismo ha logrado eliminar el último reducto capitalista del planeta, con lo que la paz mundial se encuentra plenamente extendida. Al mismo tiempo, la Tierra ha sido sometida, según el gran ideal socialista, a una profunda explotación y redistribución de sus recursos naturales para la satisfacción de las necesidades básicas de toda la población, con irrigaciones en el Sáhara y la construcción de soles artificiales alimentados con energía nuclear que favorecen el cambio climático (quién lo diría, a estas alturas) para el deshielo del Ártico y la Antártida. Hay quien interpreta estos términos como una crítica velada al comunismo, pero un servidor los percibe más bien como señal de transigencia (la idea de autocensura resultaría aquí irrelevante) con tal de que las autoridades no pusieran impedimentos para la publicación de la novela; la estrategia, además, funciona narrativamente en su función contextualizadora.

Es este mundo felizmente internacionalizado el que registra un suceso extraño: la caída en Tunguska (Siberia) de un artefacto parecido a un meteorito y confirmado poco después como una construcción mecánica de origen extraterrestre. En su interior aparece lo que resulta ser un mensaje con una advertencia lanzada desde Venus: la Tierra será sometida a una radiación que acabará con todo rastro de vida. La comunicación con inteligencias extraterrestres es otra constante en la literatura de Lem consignada en negativo, como crítica al llamado universalismo cognitivo: la especie humana se considera tan arrogante como para creerse capaz de dialogar con otras sapiencias del cosmos, sin reparar en que su conocimiento del mismo viene necesariamente condicionado por sus infinitas particularidades, desde sus sentidos hasta su corteza cerebral; de ahí la imposibilidad de descifrar el mensaje de La voz de su amo (que Impedimenta también rescatará próximamente) o que cuando la humanidad descrita en Fiasco se empeña en contactar con otra civilización alienígena termine provocando todo un genocidio. Con la misión tripulada enviada después a Venus, Lem parece comulgar con la paradoja de Fermi: el contacto, letal o no, es imposible por cuanto una sociedad preparada para llevarlo a cabo debe haber alcanzado tal desarrollo tecnológico que sin más remedio habrá acabado antes consigo misma. De modo que la interpretación del mensaje, aquí sí bien resuelta (aunque narrada por Lem de manera farragosa, con excesos propios del novato), deriva a una epopeya, contada en primera persona a modo de diario del piloto por uno de los astronautas implicados en la mejor tradición de la novela de aventuras (ahora sí), que concluye a su vez de manera agridulce. Pero siempre, de nuevo, mirando a las estrellas. No hay fin. Sólo principio.

astronautas

Stanislaw Lem. Trad. Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Prefacio de Jerzy Jarzebski. Impedimenta. Madrid, 2016. 408 páginas. 22,80 euros

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