'The Door' en el Teatro del Soho | Crítica

No es epilepsia, es danza

‘The Door’, el espectáculo de Jo Stromgren representado en el Teatro del Soho.

‘The Door’, el espectáculo de Jo Stromgren representado en el Teatro del Soho. / M. H.

En The Door, el escenario queda escindido en dos mitades mediante una estructura creada a base de ventanas. Esta estructura parece evocar a veces el salón de una casa, otras una institución académica, en ocasiones una prisión, incluso un tren. Las dos mitades del escenario quedan comunicadas a través de una puerta, por la que los personajes entran y salen continuamente para circular de un lado del escenario al otro. Aunque no siempre pueden entrar o salir, y no siempre pueden hacerlo en la dirección y con la frecuencia que parecen desear. De estas dos mitades, la que queda ubicada en el proscenio permite una percepción clara de los acontecimientos; lo que sucede al otro lado, detrás de las ventanas y de la puerta, resulta por el contrario un misterio, con lo que al espectador sólo le es dado intuir o imaginar lo que sucede. De este modo, The Door es un espectáculo en el que gran parte de la acción se reduce a entrar y salir. Desde esta premisa, Jo Stromgren construye un asombroso aparato escénico que indaga en los procesos de habitación de los territorios y de los significados que se derivan de salir de unos para entrar en otros. El quid esencial de The Door es Europa, una cartografía definida a partir de sus fronteras internas en la que lo que aguarda al otro lado de la puerta no se corresponde con las expectativas. Stromgren se vale de la danza, del teatro, del humor y de otros ingredientes para explorar hasta el límite las posibilidades de la escena a la hora de ser esta Europa. Y el resultado es apabullante, bello, conmovedor, hiriente. Inolvidable.

“No es epilepsia, es danza”, dictamina uno de los personajes ante los movimientos de otro. The Door se desliza todo el tiempo entre lo que parece enseñar y lo que muestra realmente. Su catálogo referencial de símbolos propios la identidad europea es brutal, pero ni uno solo se expone abiertamente: Stromgren juega a preguntar al espectador a qué le suenan determinados elementos de la puesta en escena para, a partir de ahí, proponer una reconstrucción común. Como en el suicida cuyo cuerpo inerte, tras ser trasladado en procesión y posteriormente crucificado en una escalera, es arrojado al cubo de la basura. Los ocho intérpretes bailan, ríen, lloran, salen, entran, cantan, se golpean, se desnudan, hacen el amor, se amordazan, escalan el muro, en un despliegue físico de técnica precisa y coreografías de ejecución compleja y equilibrada. Semejante repertorio de presencias sostiene un espectáculo de un calado poético excepcional, repleto de imágenes dirigidas no tanto a la mirada del espectador como a su memoria. Es así, precisamente, como The Door enseña a mirar de otra manera, apela al corazón de quien observa más que a sus ojos. Por esta razón ha alumbrado Jo Stromgren un espectáculo exigente, pero una vez asumidas sus reglas la recompensa que procura es libre y transformadora. Y para esto, al cabo, debía servir el teatro: para reconocernos.

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