'La tormenta perfecta' | Crítica

El móvil en una mano, nada bueno en la otra

Estreno de 'La tormenta perfecta', este martes en el Echegaray.

Estreno de 'La tormenta perfecta', este martes en el Echegaray. / Daniel Pérez / Factoría Echegaray

A Fernando Arrabal le encanta ir por ahí recitando este poema de Michel Houellebecq (perdonen que, por una cuestión de decoro, reproduzca aquí una versión edulcorada; en todo caso, no será difícil aventurar los términos exactos): “A todos los hombres les gusta que les hagan una felación. A todos los hombres les gusta que la mujer más hermosa del mundo les haga una felación. A todos los hombres les gusta que la mujer más hermosa del mundo les haga una felación todos los días. El resto es tecnología”. La verdadera paradoja del poema es que el desarrollo tecnológico de las últimas dos décadas se sostiene, precisamente, en la satisfacción de semejante deseo primario, o al menos la ilusión de la misma. Dicho de otro modo: todo el mundo sabe que lo que sostiene el negocio de internet desde que el invento salió del estricto círculo de la inteligencia militar no es otra cosa que la pornografía. Y, en este sentido, cabe lamentar que La tormenta perfecta se presente como un experimento teatral en torno a la proyección de la identidad personal en las tecnologías de la comunicación y sus soportes y no se haga mención ni una vez a la pornografía. Algo cojea, entonces, irremediablemente.

Y eso que La tormenta perfecta invita a los espectadores a ver la obra con el móvil en la mano, lo que habría dado de sí tela. Bajo un complejo envoltorio audiovisual, la obra adquiere matices de thriller para contar una historia de piratas informáticos, pero lo más singular es el modo en que logra implicar al espectador a través de los mismos recursos tecnológicos. Como relato en relación a la conectividad, La tormenta perfecta apunta algunas cuestiones interesantes a la relación entre el escenario y las butacas y, más aún, relativiza las mismas fronteras del primero hasta hacer de él un territorio expansivo que el espectador sólo puede asimilar, incorporar y llevarse a casa. Se trata, ciertamente, de un intento más que loable de meter la experiencia dramática en esa conectividad portátil. Y aunque algún elemento desmerezca del total, el artefacto vale la pena en su conjunto. El problema es que para poner en marcha este experimento se echa mano de una narrativa teatral que hace aguas por demasiadas partes: la dirección de actores se limita a colocar a los intérpretes aquí y allá sin que salga a relucir nada parecido a la construcción de los personajes; al reparto, por lo general, le vendría bien un repaso de dicción, posición y mucha verdad, ya que sus intervenciones huelen a amateur más de lo debido; algunas decisiones deberían haber sido obviadas cuando era posible, como el apartado musical micro en mano y el lamentable postureo urban style; y, en fin, para llegar a lo otro no habría estado mal pasar por antes por el teatro y considerar que no todo lo que sube a un escenario es tal. Si no, siempre se podría haber montado un hub. O un porno hub. Que habría sido más divertido.

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