Cultura

Volver al lugar del crimen

Funny games (1997) era una película endiabladamente perfecta, una de las experiencias más radicales del cine moderno en su perverso afán didáctico por desenmascarar al espectador cinematográfico como epicentro complaciente de los mecanismos identificativos que han permitido al cine traficar con la violencia, hacer de ella un preciado objeto de consumo. Pasolini nos habló de algo parecido en Saló, o los 120 días de Sodoma, al situar en el marco del nazismo crepuscular el germen putrefacto de la banalización del mal y la deshumanización absoluta. Haneke iba aún más lejos, despojando su desalentadora moraleja de distancia histórica para situar su juego en el confortable y blanco paisaje familiar de la burguesía europea de clase media.

El primer Funny games espantó a los espectadores de las salas como pocas películas recientes lo han hecho. Aquellas huidas daban la razón al demiurgo austriaco: el calculado ascenso de violencia (no explícita) de su película no estaba expuesto para ser consumido, más bien al contrario, el horror en Funny games existe para ser pensado (y padecido), para ser desmontado, en definitiva. Con un prodigioso dominio y dosificación de los mecanismos del suspense, con un milimetrado rigor para hacer de la puesta en escena el vehículo preciso para manipular las emociones y controlar al espectador, y avisando siempre de sus propios mecanismos de distanciamiento brechtiano, Haneke diseñaba un filme-pensamiento, un ejercicio didáctico tan lúcido como arriesgado, expuesto al malentendido y a la incomprensión.

Diez años más tarde, el panorama sobre el que nos avisaba aquella primera película no parece haber cambiado demasiado. Haneke tampoco. La severidad cartesiana de su cine (Código desconocido, La pianista, Caché) sigue poniendo el dedo en las llagas de la sociedad del bienestar, incomodando, desestabilizando, cuestionando las certezas de lo visible y su representación. Diez años después, el mensaje de Funny games sigue teniendo vigencia, tal vez incluso más que antes. ¿Por qué hacer una nueva versión? ¿Por qué tomarse la molestia de repetir la tediosa faena de rodar los mismos encuadres, los mismos decorados, las mismas secuencias, las mismas líneas de diálogo?

No es probable que Haneke haya buscado abrirse camino en la industria del cine de Hollywood. Hay que buscar las razones de este remake en otros frentes. Se me ocurre la más lúcida y perversa de todos: la demostración de unos principios irrenunciables dentro de la boca del lobo, la confirmación de que sólo desde la más absoluta fidelidad al original se pueden mantener intactas las premisas y motivaciones (éticas) de un mismo proyecto.

El espectador que ya conociera el primer filme podrá tal vez entretenerse en los detalles, en la inevitable comparación de los cuerpos, los gestos y los acentos, en la batalla (sorda) entre el aguante de la vejación de la star Naomi Watts en relación al trabajo de Sussane Lothar, en poner a prueba la pérfida intensidad de las miradas a cámara de Michael Pitt con relación a las de Arno Frisch. Se nos antoja un ejercicio baldío. Haneke ha levantado sendos mecanismos tan absolutamente precisos que esos matices son una minucia que no echa por tierra sus intenciones. De lo que se trata aquí es de la duplicación de una mirada para instalarla en ese lugar natural de recepción que la primera Funny games nunca tuvo, (auto)condenada como estuvo a moverse en los circuitos de versión original o en salas de arte y ensayo para públicos convencidos.

El verdadero sentido y gran reto de este remake tiene que ver más con su ubicación y su recepción en 2008 que con la reescritura literal de su desasosegante y lúdico argumento. De ahí que esta segunda versión implique un gesto aún más radical, político y necesario.

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