Cultura

Dos aliados para la resurrección

  • Una revisión de la fecunda filmografía de los hermanos Coen a cuenta de su recién iniciado nuevo rodaje, el de la película 'Hail, Caesar!', cuyo estreno está previsto para 2016

El sendero de los Coen se halla plagado de vida. Por eso tuvo que sorprender que después de la negrísima El hombre que nunca estuvo allí, al director bicéfalo se le acabara el fuelle. Tenía que llegar la seca y árida prosa de Cormac Mccarthy para que los Coen abrieran los ojos. Lo que realmente representa la novela No es país para viejos es un espejo, que ofrece a los cineastas un reflejo frío y versátil de lo que en su día los caracterizó como su estilo propio. Ladykillers y Crueldad intolerable son, por otro lado, dos ventanas que lucen como las evasivas de un autor con miedo a estancarse. En la primera, la amenidad de los Coen puede palparse en una comedia de corte unidimensional. Aquí la parodia se queda en mera sorna, una especie de regresión profesional que va por un camino totalmente distinto al seguido por sus realizadores.

Es obvio que cada película de los Coen bebe de alguna de las anteriores; Sangre Fácil, irónicamente, sirve aquí de legado, no tanto por su estilo, sino por cómo recrea la sequedad y la arbitrariedad del hombre. Frances McDormand merecería tener un género propio. En aquélla donde la mujer huyera con su amante, en No es país... es un hombre el que huye con un dinero que no es suyo. Ahí reside la clave de lo que se desencadena a continuación, obra, tal vez, de la siempre solapada cognición cristiana de Mccarthy, que aquí provoca las consecuencias. Con esto no quiere decirse que el pecado sea fuente de mal; tanto novela como película aclaran que el mal reside allí fuera, de cualquier manera. Pero lo delimita como una especie de imán. En Sin pecado no hay juicio y en No es país para viejos no hay nada más que verdugos. Someten al espectador (al igual que en la reciente El consejero) a un tipo de violencia y brutalidad cuyos límites desconoce el hombre de a pie. Sólo los conoce cuando los rebasa, y por ende, colisiona con un castigo inimaginable. Esa es la épica de Mccarthy: la idoneidad bíblica que no tolera el error.

Fargo, obra magna de los Coen (que ha ensombrecido considerablemente trabajos impecables como Muerte entre las flores y Barton Fink), exacerbaba el sentido del humor siempre latente a la hora de encarar al espectador con la muerte. La comedia, aquí muy subversiva, le hace burla al propio Hollywood, siempre empeñado en hacer de la muerte algo frío y solemne. En Fargo se mata y deja de matar sin variar ni un ápice la expresión de sus actores, algo muy parecido a lo que sucede en No es país para viejos. Cierto es que las dos películas manejan temas distintos (en una el absurdo y arbitrario de la muerte, y en otra lo habitual de ella en determinados lares), pero la reacción de los personajes no varía mucho de una a otra; que alguien muera supone casi la misma lástima que cuando a alguien se le derrama el café.

En No es país para viejos, el polvo arrastra la vagueza de la vida. Tommy Lee Jones encarna el plano interpretativo, sigue el rastro de la muerte para ver por dónde ha pasado la vida. Es la única cinta de los Coen que orbita en torno a la lírica de la melancolía. Fargo exploraba cuestiones trascendentales, pero desde ese prisma de ironía alrededor de lo absurdo (el bien, el mal y la conversión del uno al otro). Barton Fink y Muerte entre las flores ahondaba más en la deconstrucción de la novela negra. El yermo, aquí no tanto terrenal como emocional, subyace entre todos los personajes; más allá de sus presentes, no hay nada.

Para muchos, No es país para viejos es la vuelta al redil de dos directores que hicieron temblar Hollywood en los 90, y que hasta entonces no era más que la sombra de su propio pasado. Luego llegaría Quemar después de leer, extravagante comedia que dinamita la comedia coeniana, aunque esa explosión se asemeje más a la de un petardo de feria cuyo gran tamaño no es proporcional al espectáculo que da. Adaptaron la brillante Valor de ley en forma de cuento infantil mccarthiano (hay que verla para creer posible esta combinación), y aunque todo funcionaba en ella, sin ir más allá de la amplia y suntuosa fotografía de Roger Deakings, de los Coen sólo adopta el dinamismo de su cámara. Allí manejan un humor que no es el suyo, uno algo caricaturesco que habría calado muy hondo como un trabajo de Steven Spielberg (quien la produce). Inside Llewyn Davis regresa a la melancolía y se hace con toda la profundidad que sus directores saben sonsacarle, pero lo importante ha sido el punto de inflexión que han vivido de una etapa a otra; que para ver la luz han tenido que pasar por la sombra.

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