Cultura

Los apuntes dispersos de Dostoievski

  • La editorial Páginas de Espuma reúne en 'Diario de un escritor' la obra periodística completa del escritor ruso, cuya personalidad brota en cada una de las 1.600 páginas de este titánico cuaderno interminable

En la Milonga del Trovador, el hermoso tango que escribieron juntos Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y que solía cantar con su característica voz de arena el polaco Goyeneche, hay un verso que asegura que la voz de Dios afina en cualquier lugar. Una variante quizás del célebre refrán castellano: "Dios aprieta pero no ahoga". A Fiodor Mijailovich Dostoievski (Moscú 1821-San Petersburgo 1881), desde luego, Dios, en el que al final de sus días terminó creyendo casi con la fe de un viejo carbonero ruso, le apretó bastante el cuello (cuatro años de cautiverio en Siberia tras serle conmutada la pena de muerte a la que fue condenado por conspirar contra el zar junto al célebre círculo de los decembristas) pero le permitió, milagrosamente, retornar por un tiempo a la civilización (en su caso, San Petersburgo), después de un sinfín de noches y días gélidos y tristes, para dedicarse, en la soledad de sus sucesivas y múltiples casas esquineras (todas ellas de alquiler, situadas además en los barrios periféricos de la ciudad del sol de medianoche) a escribir con devoción diabólica algunas de las mejores novelas de la literatura universal.

El Dostoievski clásico, el narrador de Crimen y Castigo, Los demonios y Los Hermanos Karamazov, el ludópata de recorrió los casinos de la decadente Europa -un continente entonces de balnerarios y fortunas perdidas en una sola noche por culpa de la pecaminosa ruleta-, el epiléptico que estudiaba los síntomas de su propia enfermedad para usarlos con sus personajes, y que profundizó como nadie en la psicología negra del género humano, salió transformado de aquella traumática experiencia de celdas desnudas y un invierno perpetuo, casi total.

Se fue como un rebelde, un socialista utópico. Volvió (con una biblia bajo el brazo) convertido en una suerte de feroz nacionalista, un hombre conservador (lo primero lleva antes o después inevitablemente a lo segundo) y, según algunos, incluso con tendencias se diría que xenófobas, aunque, tratándose de un autor del XIX, en el que el desprecio al prójimo era una moneda común, esta afirmación quizás habría que ponerla en cuarentena.

Persiguiendo en su juventud la liberación de los siervos sometidos por la oligarquía que encarnaba el zar, y con notables tendencias nihilistas, terminó sus días (murió con 60 años por culpa de una hemorragia de garganta) como un escritor profundamente monárquico y un encendido propagandista del cristianismo ortodoxo, floreciente ahora en las Rusias tras los largos años de dictadura comunista. Un tránsito tan sorprendente que sólo puede explicarse por la apresurada evolución que implicaría para cualquiera el hecho de tener que pasar cuatro años de vida subterránea y hostil en mitad de la tundra rusa.

Antes de esta terrible experiencia, que alteró su escala de valores, había empezado a colaborar como periodista en algunas publicaciones satíricas y literarias de la época. Textos menores, aunque interesantes. Sus primeros escritos narrativos -incluyendo la famosa Noches blancas- no preludian todavía al titánico cronista de los años posteriores, por mucho que Pobres gentes, su primera novela, le permitiera mirar por un tiempo el espejismo del éxito juvenil.

En Siberia, en el presidio de Tomsk, donde llegó con 28 años, comenzó a escribir un cuaderno de notas que fue el germen de toda su producción periodística posterior, ya más sistematizada y reunida ahora por la editorial Páginas de Espuma en un volumen de 1.600 páginas bajo el título genérico de Diario de un escritor, bajo cuya denominación firmó una sección periódica a partir de 1873 en la revista Grazhdanin [El Ciudadano], que llegó también a dirigir durante algo más de un año. Justo el tiempo que uno tarda en darse cuenta de que escribir un periódico y dirigirlo son cosas radicalmente distintas. Incluso se diría que casi opuestas.

La publicación, tildada por algunos de reaccionaria, estaba financiada por el príncipe ruso Víctor Meshcherskii. Huelga decir que su afán subversivo era más bien escaso. La línea editorial del periódico defendía con vehemencia el nacionalismo ruso (abrazado por Dostoievski en su segunda etapa literaria) y pregonaba sin complejos la vía de la diferenciación eslava (Rusia es un país con el alma quebrada entre su vocación europea y su extraña realidad continental) a la hora de analizar los convulsos sucesos políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XIX que le tocó contar a sus lectores.

La sección de Dostoievski, en la que el escritor descargaba sus opiniones y reflexiones sobre política, literatura, arte y, en general, sobre la vida, tuvo tal éxito por su radicalismo y sinceridad -dos de las mejores cualidades del periodismo honesto- que sirvió apenas unos años después, en 1876, cuando ya había abandonado el periódico ajeno por discrepancias con el dueño, para editar a su cargo un pliego periódico que él mismo costeaba (mediante la venta por suscripción) para tratar de salir de su siempre calamitosa situación económica, cosa curiosa si se repara en el habitual incierto futuro del negocio de la edición por cuenta propia. Se convirtió pues en un periodista autónomo, libre, algo que, incluso en estos tiempos, continúa siendo un oficio casi imposible. De riesgo. La suscripción al Diario de un escritor costaba a los lectores dos rublos al año. En cierto sentido fue una especie de bitácora (en papel) inventada más de 130 años antes del nacimiento de los blogs.

El vicio del periodismo se le metió tan dentro que le persiguió hasta su muerte, en 1881, en su casa (de nuevo esquinera) de la calle Yamskaya, en el barrio de los mercados de San Petersburgo, donde pasaba las noches bebiendo un té negro cargadísimo, escribiendo como un galeote sobre su escritorio y fumando sin parar los cigarrillos que le prohibía el médico. Muy lejos de los hermosos canales y de las ruidosas iglesias con cúpula en forma de cebolla.

¿Cómo es el Dostoievski del Diario de un escritor? Fiel al consejo básico para ejercer el oficio del periodismo: alguien que no piensa renunciar a ser él mismo. El volumen de Páginas de Espuma nos enseña a un periodista libérrimo, caprichoso, peleón, irreverente y profundamente sincero e individualista. Dentro de su deriva conservadora, parecía que el escritor ruso se había convertido en un impertinente gruñón, un ogro que, a la hora de escribir, no estaba ni mucho menos dispuesto a rendirse, porque claudicar suponía la peor traición: venderse, dejar de ser uno. A la edad en la que se embarca en la odisea de la autopublicación (bien superados los 50 años) Dostoievski ya sabía que en la vida un hombre debe, sobre otras cosas, procurar ser leal consigo mismo.

Sus textos, magníficos en su desorden, vivos gracias a su espontaneidad, se arman sobre el flujo de su caudalosa personalidad, marcada por su sentido radical de la libertad, la única forma de hacer periodismo de verdad; algo que, como todo periodista con algunos trienios (sin cobrar) sabe, consiste en asumir una evidencia empírica: la verdad nunca es neutral. Simplemente es la verdad. Una forma de pensar bastante lejana a las conveniencias (tantas) que todavía marcan el ejercicio del oficio en nuestra época.

Al igual que en sus novelas, encontramos aquí un escritor torrencial, obsesivo, a ratos paranoico, que escribe páginas y páginas en una especie de involuntario vademecum de su pensamiento, donde se mezclan todos los temas, igual que se mezclan en la vida, y se pasa sin censura desde el elogio a escritores como Gogol o Pushkin a las más feroces críticas contra la Iglesia católica, institución que, según el escritor ruso, había traicionado las enseñanzas de Cristo para convertirse en una "organización materialista y corrupta" que ya no se diferenciaba de la otra nueva fe (en este caso atea) que representaba el comunismo. El periodista Dostoievski era una suerte de idealista quijotesco. Todo un bastardo.

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